La famiglia judicial
Forzadas interpretaciones de una corporación que no evade la grieta
Partiendo del presupuesto de que la familia no es más que una palabra, una mera construcción verbal, Pierre Bourdieu analizó en Razones prácticas (Editorial Anagrama) las representaciones que tiene la gente de lo que se designa por familia. Una de las características del grupo familiar es la de suponer que existe como un universo social separado, elevando unas fronteras que favorecen la idealización de lo interior como sagrado. “Este universo sagrado, secreto, cerrado sobre su intimidad, separado de lo exterior por la barrera simbólica del umbral, se perpetúa y perpetúa su propia separación, su privacy, como obstáculo al conocimiento, secreto de asuntos privados, salvaguardia de la trastienda (backstage) del ámbito privado”. Ese modelo se traslada a otros ámbitos sociales porque es una ficción que permite que una institución se constituya como entidad integrada y estable por encima de los sentimientos individuales, como cuerpo que busca conservar una cierta cuota de poder.
La consideración de la Justicia como corporación cerrada, caracterizada por la predominancia de los rasgos conservadores y autoritarios, fue señalada tempranamente por Dieter Simon en La independencia del juez (Editorial Ariel, 1985). “Dado que proceden predominantemente de familias que a través de la profesión del padre se hallan sometidas a un riguroso control social, parecen reunir todas las condiciones para una adaptación a estructuras estáticas, reactivas y autoritarias. En otras palabras, los juristas se encuentran clivados en base a características conservadoras y autoritarias de la personalidad. En el caso del juez, ello significaría que posee una excelente predisposición para integrarse sin dificultades en cualquier sistema de justicia que requiera tales cualidades”. La sociología del conocimiento profundizó estas intuiciones al reconocer la existencia de ciertos “roles” que aparecen en una sociedad cuando existe un cúmulo de conocimientos común a una colectividad de actores. Como señalan Peter Berger y Thomas Luckmann en La construcción social de la realidad (Amorrortu Editores), por ejemplo, dedicarse a juzgar es representar el “rol” de juez. “Ser juez implica, a todas luces, un conocimiento del derecho y probablemente también de una gama mucho más amplia de los asuntos humanos que tienen relevancia legal. Implica, asimismo, un conocimiento de los valores y actitudes que se consideran propios de un juez, y aun abarca lo que proverbialmente se considera propio de la esposa de un juez”.
Estas consideraciones, tomadas de la moderna sociología, pueden servir para explicar el singular comportamiento de ciertos jueces y fiscales argentinos que han decidido que ellos no pagan impuestos o que han adoptado el hábito de confraternizar con dirigentes de la derecha conservadora, buscando la cobertura que ofrecen los encuentros para la práctica de deportes sociales como el fútbol o el paddle. Estos signos exteriores, que algunos comentaristas consideran irrelevantes, son expresivos de una fuerte vinculación emocional, ideológica y política que explica que la grieta que divide a la sociedad argentina haya permeado en el interior de la familia judicial con el mismo grado de encono con que se manifiesta en el espacio exterior. De allí que hoy, para muchos ciudadanos, la Justicia argentina tenga la apariencia de una inmensa cancha inclinada. La evidencia más notoria de esos sesgos cognitivos que derivan en juicios imprecisos o interpretaciones ilógicas e irracionales lo reflejan la cantidad de resoluciones judiciales que han afectado a la ex Presidenta Cristina Fernández, algunas de las cuales ya han terminado en el archivo por su manifiesta arbitrariedad. O también las absurdas deducciones de dos integrantes de la Cámara Federal, para quienes la espectacular red de espionaje montada por Gustavo Arribas desde la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), es obra de avispados “cuentapropistas”.
El asalto del fiscal Luciani
Si, como dicen Berger y Luckmann, la institución judicial se manifiesta en un conjunto de acciones programadas que se asemejan al libreto no escrito de una obra teatral, el fiscal Diego Luciani ha interpretado acabadamente su “rol” en la causa “Vialidad” en una modalidad de sobre-dramatización que suele ser el sello característico de los mediocres actores de teatro. Es inevitable relacionar las formas utilizadas por Luciani con la acusación formulada por el fiscal Alberto Nisman en un set de televisión pocos días antes de que tomara la trágica determinación de acabar con su vida. La misma exaltación, la misma virulencia lingüística para adornar acusaciones basadas en apreciaciones subjetivas acompañadas de enormes saltos lógicos. En la acusación de Nisman se atribuía a la entonces Presidenta la comisión de un delito de encubrimiento de un atentado terrorista ocurrido 21 años atrás. El medio empleado era la formulación de un tratado internacional que había sido aprobado por el Congreso, lo que convertía a la denuncia en un verdadero delirio judicial. La acusación de Luciani, atribuyendo a la ex Presidenta la pertenencia a una asociación ilícita por intervenir en supuestos actos de favoritismo en la adjudicación y control de la obra pública en la provincia de Santa Cruz, produce de inmediato la misma impresión de desmesura. Cabe aclarar aquí que no estamos negando la posible existencia de algún acto de favoritismo en relación con el empresario Lázaro Báez, porque resulta prematuro pronunciarse sobre estos extremos antes de que se haya podido acceder a la lectura de una sentencia que contenga un relato pormenorizado de los hechos. Por otra parte, los actos de favoritismo a empresarios de la “patria contratista” son y han sido una práctica extendida en toda nuestra historia institucional, adoptada en forma transversal por todos los partidos políticos. Pero de allí a considerar que el entramado orgánico-institucional diseñado por la Constitución, que establece relaciones verticales entre las diferentes escalas de un gobierno federal, con importantes grados de autonomía, se transmutan por simple atribución subjetiva en una asociación ilícita, es un salto lógico tan audaz como el que ensayó Nisman.
Naturalmente, la función del fiscal consiste, según el diseño de los juicios penales, en destruir el principio de presunción de inocencia y nadie puede quejarse si esta labor es cumplida honradamente. El problema de Luciani es que intenta atribuir responsabilidad penal a la ex Presidenta por actos de adjudicación y control que se han desarrollado localmente. La obra pública se asigna a cada provincia en el Presupuesto Nacional aprobado por el Congreso y la ejecución queda en manos del jefe del Gabinete, dado que ejerce “la administración general del país” (art. 100.1 de la Constitución Nacional). En el caso de obras asignadas a cada provincia, tanto las licitaciones como el control de la ejecución de obras se hacen en el ámbito provincial. Luego, si ha habido favoritismo, ha sido consecuencia de la prevaricación de esos funcionarios locales. ¿Cómo atribuir entonces responsabilidad al Presidente de la Nación por la acción ilegal e injusta de esos funcionarios?
Luciani, siguiendo la estela de los fiscales que llevaron a cabo la investigación, sostiene que Néstor Kirchner, cuando asumió la presidencia de la Nación, colocó en puestos decisivos a funcionarios que desde sus cargos en el Poder Ejecutivo Nacional controlarían a los funcionarios de la Dirección Nacional de Vialidad y de la Agencia General de Vialidad de la Provincia de Santa Cruz. Luego, la Presidenta Cristina Fernández, cuando asumió su primer mandato, mantuvo a los funcionarios que estaban encargados de llevar adelante las gestiones para beneficiar a Lázaro Báez. Con este razonamiento, basado en una apreciación subjetiva que puede dar lugar a una crítica política, pero nunca a una acusación penal, no hay Presidente que aguante las embestidas de un fiscal. Bajo este prisma lógico, cada acto de corrupción que se produce en el curso de un gobierno puede ser automáticamente atribuido al Presidente, dado que es la persona que designó a los funcionarios que llevaron a cabo las acciones ilícitas. Si estas forzadas interpretaciones se imponen –al igual que la tesis del supuesto “poder residual” de los ex funcionarios para justificar su prisión preventiva– la profesión política se convertiría en una actividad de alto riesgo, casi a la altura de la misión de desactivar las minas que quedan enterradas al finalizar los conflictos armados.
Uno espera de los funcionarios judiciales un mínimo de sensatez cuando se está juzgando a un ex Presidente, no porque sean portadores de algún privilegio, sino simplemente porque se debe extremar el cuidado ante casos que tienen inevitables derivaciones en el terreno de la política. Como señala Luigi Ferrajoli en Derecho y razón (Editorial Trotta): “Es la doble función garantista la que confiere valor político e intelectual a la profesión del juez, exigiendo de él tolerancia para las razones controvertidas, atención y control sobre todas las hipótesis y las contra hipótesis en conflicto, imparcialidad frente a la contienda, prudencia, equilibrio, ponderación y duda como hábito profesional y como estilo intelectual”. Recomendaciones que también abarcan al Ministerio Público, porque de acuerdo con lo señalado por el artículo 120 de la Constitución Nacional, “tiene por función promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad, de los intereses generales de la sociedad, en coordinación con las demás autoridades de la República”. Es decir, un fiscal no puede actuar como un electrón suelto, diciendo cualquier barbaridad, como por ejemplo, acusar frívolamente de integrar la supuesta asociación ilícita a un ex Presidente que ha fallecido y que, por lo tanto, no puede ser objeto de una acusación penal.
La acusación contra los ex Presidentes
En la Argentina ya se han anulado tres causas penales instruidas contra la ex Presidenta Cristina Fernández de Kirchner en procesos que han durado muchos años. Se trata de un hecho inédito, que no registra antecedentes en el Derecho comparado. Estos procesos han sido acompañados por juicios mediáticos paralelos, en los cuales los medios del establishment han ido brindando una información sesgada, lastrada por prejuicios, ideas preconcebidas o inclusive la voluntad de influir y modificar las preferencias políticas de la opinión pública. No hace falta ser un experto analista de comportamientos electorales para percibir que estas actuaciones producen una grave crispación en parte del electorado y una enorme desconfianza sobre la independencia real de los jueces que los han habilitado. Luego, cuando se dictan las absoluciones, una parte de la opinión pública que había sido inducida por los medios a confiar en una inminente condena se siente también decepcionada y considera que los jueces han dictado resoluciones teñidas de parcialidad. En definitiva, no cabe duda alguna que los procesos penales contra los ex Presidentes provocan impacto en la opinión pública y alimentan sentimientos encontrados que fracturan a la sociedad y frustran la posibilidad de buscar algunos consensos mínimos alrededor de políticas de Estado.
Por este motivo, en Europa, con matices, se establecen tribunales especiales para juzgar a los integrantes del Poder Ejecutivo en las constituciones de Francia, España, Italia, Países Bajos, Austria, Dinamarca, Noruega, Polonia, Rumania, Grecia y Suecia. En Francia, los miembros del gobierno tienen un status jurídico especial, aplicable en los casos de actividades realizadas en el ejercicio regular del cargo. Esos presuntos delitos son juzgados por una Corte de Justicia de la República, conformada por tres magistrados del Tribunal Supremo y doce parlamentarios. En España, la Constitución establece un procedimiento especial para evitar que el Presidente del Gobierno (cargo equivalente al de Primer Ministro) y los integrantes de su Gabinete puedan ser perturbados en el ejercicio de sus funciones por cualquier ciudadano que formule una acusación penal. Si bien no existe una regulación específica para los casos en que el Presidente haya cesado, alguna doctrina entiende que las disposiciones constitucionales también deben ser aplicadas aunque se haya producido el cese. De modo que la disposición constitucional española puede servir de precedente para una regulación similar en los casos de los Presidentes de un sistema presidencialista. El artículo 102 de la Constitución Española, en su párrafo primero, establece un fuero especial para los casos ordinarios: “1. La responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros del Gobierno será exigible, en su caso, ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”.
La idea de una reforma legislativa que permita llevar a cabo un juicio abreviado contra los ex Presidentes merece ser estudiada. Podría ser la fórmula adecuada para encarar el fenómeno de la utilización abusiva del derecho penal para exponer a los ex Presidentes a lo que se ha dado en denominar la “pena del banquillo”, es decir, su sometimiento a un desgastante y prolongado proceso penal con el único fin de alimentar el show mediático-judicial a través del cual se instala en la opinión pública la idea de culpabilidad antes de que sea declarada por un tribunal. Como resulta obvio, aunque finalmente el proceso acabe de una absolución, la idea de culpabilidad que se ha instalado subliminalmente a través de los juicios mediáticos paralelos tiene consecuencias políticas que las absoluciones posteriores ya no pueden corregir. Se consigue, de este modo, no sólo ejercer presión sobre los jueces para condicionar el fallo final, sino que al imponer una determinada versión de lo sucedido, los medios operan sobre la opinión pública para modificar los comportamientos electorales, provocando una grave distorsión democrática al destruir en los hechos el principio de presunción de inocencia. Son todas poderosas razones que deberían forzar al legislador a buscar soluciones jurídicas, explorando fórmulas que han sido incorporadas en el Derecho comparado.
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