La cultura de la impunidad
La Policía de Córdoba, una verdadera fuerza democrática que no escatima palizas, amenazas ni balas
Los recientes y (sólo en apariencia) sorpresivos cambios en el Estado Mayor de la Policía de Córdoba dan cuenta de una purga que tiene su origen en causas mucho más profundas: por un lado se pretende subsanar la lenta y tardía reacción del Ejecutivo provincial ante el escandaloso caso Basaldúa; pero principalmente expresa el gran temor ante un nuevo y gravísimo hecho de violencia institucional que detone una crisis política inmanejable en una etapa claramente preelectoral.
La sentencia absolutoria del jornalero desocupado Lucas Adrián Bustos –dictada por unanimidad por un tribunal integrado por ocho jurados populares y tres jueces técnicos, es decir por 11 personas que tuvieron posibilidad de acceder y examinar toda la “prueba”– cayó como un baldazo de agua fría en el Ministerio de Seguridad, y dejó al descubierto la peligrosa inconsistencia de los discursos obsecuentes, que sólo sirven para salir del paso y, en su caso, para avalar una pieza acusatoria que no tenía ninguna posibilidad de llegar a una condena justa; más allá del inmenso peligro institucional que significa apoyar el ilegal método con el que se investigó.
Más allá de lo procesal y de lo expresado (y negado) por los acusadores en el debate, absolutamente todos eran conscientes de que la única prueba “seria” contra Bustos era su confesión, y que ésta había sido obtenida en una sede policial mediante el ancestral y archiconocido método del apriete y la tortura. Cada vez que surgen los reiterados y cíclicos debates sobre la capacitación policial se olvida o nada se dice que en cierto modo es injusto no mencionar que, institucionalmente, la Policía de Córdoba se ha especializado a nivel de doctorado en lo que respecta a inventar causas, difamar, atormentar personas como método de investigación un tanto “clásico”, y en el asesinato liso y llano, disfrazado de enfrentamiento “armado”.
Pocas instituciones policiales en el país han alcanzado un nivel tan especializado en lo que se refiere a la enseñanza y tolerancia de la tortura, la mentira y la ejecución paralegal de personas. Y no hay animosidad alguna en esta afirmación, sino sólo datos: más allá de los intentos de silenciamiento, la cantidad de casos de personas sentenciadas a muerte y ejecutadas de manera sumaria y extrajudicial por integrantes de la Policía de Córdoba es tan extenso como escandaloso: desde la maestra Marta Juana González de Baronetto hasta el joven Fernando Guere Pellico; desde el policía Ricardo Fermín Albareda hasta el adolescente Joaquín Paredes; desde la masacre de nueve estudiantes bolivianos, peruanos y argentinos ocurrida en diciembre de 1975 en Barrio Jardín Espinosa hasta la ejecución en plena vía pública de Villa Carlos Paz del joven estudiante de peluquería Franco Amaya; desde la muerte de Mario Sargiotti en las oficinas de la Jefatura de Policía a la de Christopher Andrés Carreras en un control policial en Villa Cornú Anexo, sólo por mencionar algunos de los tantos caso que registra el historial de personas asesinadas por la Policía de la Provincia de Córdoba.
Con un cambio sólo en el discurso y en el marketing institucional, todo parece indicar que lejos de haber desaparecido, muchas de esas prácticas siguen intactas y totalmente vigentes hacia el interior de la Policía de Córdoba, cuyos integrantes se sienten cada vez más empoderados: la cultura de la impunidad está viva y cada más fuerte dentro de la Policía de Córdoba, y podemos afirmarlo porque los hechos hablan más y mejor que las palabras. En este sentido, la escandalosa decisión de la detención de Lucas Bustos, asumida personalmente por el comisario inspector Diego Bracamonte casi como un mérito personal, tuvo su punto máximo de impunidad y desfachatez al reconocer ante el tribunal, sin inmutarse, que se permitía pasar por encima del Código de Procedimiento Penal y hasta de la misma fiscal de instrucción presente en la sala, al afirmar: “La investigación la dirigía yo”. Lo peor fue que absolutamente nadie le llamó la atención por semejante dislate.
En ese sentido, todo parece indicar que los fundamentos de la sentencia absolutoria del caso Basaldúa, que van a conocerse el martes 2 de agosto a las 12, casi con certeza van a resultar escandalosos y tendrán a Bracamonte como una especie de director ejecutivo de una investigación decadente, que coordinaba un grupo (o banda) de policías afanados en lograr la resolución de un caso, sin detenerse en ese pequeño detalle llamado ley. Casi analfabeto, pobre, desocupado y morocho, Lucas Bustos cumplía todos los requisitos del P.P.I (Protocolo de Posibles Imputados de la Policía de Córdoba), y encajaba en el perfil del condenado perfecto. Y, a no dudarlo, sólo fue la admirable organización popular de mujeres que apoyó a los padres de Cecilia Basaldúa el dique infranqueable que impidió que el festival de la injusticia se consumara, aunque Bustos debió pasar más de 700 días privado de su libertad y hasta ahora nadie le pidió ni disculpas. Casi con certeza, los fundamentos de la sentencia van a dar cuenta de una investigación policial y judicial vergonzosa y lamentable, plagada de irregularidades. Enterados de la situación, el Ministerio de Seguridad que avaló aquella investigación parece tener claras intenciones de tomar distancia preventiva de estos desatinos que antes, claramente, había apoyado.
En el curso de esas decisiones ocurrió otro hecho que puede significar un tremendo dolor de cabeza para el Poder Ejecutivo y que sumaría otra víctima más a la abultada y casi interminable historia delictual de la Policía de Córdoba: el pasado domingo 10 de julio en la Comisaría de La Falda se produjo la muerte, en ya no tan misteriosas circunstancias, del detenido Jonathan Romo, un hombre de 36 años que padecía enfermedades psiquiátricas, que fue detenido, golpeado y asfixiado hasta morir por policías de la Departamental Punilla, que estaban a órdenes nada menos que del ya casi célebre comisario inspector Diego Bracamonte. La trascendencia de un video no deja lugar a dudas de que la resistencia del detenido al momento de la detención fue casi nula o inexistente. Y si todo resulta como parece –que la muerte sobrevino por los golpes y la asfixia de la víctima a manos de los uniformados–, Romo sería la nueva incorporación de la Policía de Córdoba a la lista de desgraciados que tuvieron en suerte cruzarse con alguno de sus integrantes. Pero no es un hecho más porque la gravedad de lo sucedido transforma la muerte de Jonathan Romo en uno de los casos más escandalosos de la historia de la Policía de Córdoba, lo cual, dado su historial, es mucho decir.
Con la información en la mano y sobre todo con la traducción al castellano del término policial “descompensación”, mucho antes que llegue a las redacciones periodísticas, el ministro Alfonso Mosquera tomó la rápida y drástica decisión de desplazar con un solo decreto a los dos Bracamontes: el de los aprietes a Lucas Bustos y el de los apremios y asfixia a Jonathan Romo. Y en un acto que pocos comprendieron, pasó a retiro a dos oficiales superiores. Uno es el silencioso y estratégico comisario general Julio César Faría, director general de Recursos Humanos, Formación Profesional y Entrenamiento Policial, ex integrante del Equipo de Tácticas Especiales Recomendables (E.T.E.R.) cuando Alejo Paredes y Gustavo Villagra eran sus jefes. Formalmente, Farías padeció la furia ministerial por la supuesta ignorancia o falta de implementación de un protocolo de actuación de los policías en caso de detención de personas con problemas psiquiátricos. Pero la realidad es que al comenzar la semana casi nadie sabía públicamente sobre la causa de la muerte de Romo, mientras que en el Ministerio de Seguridad todos sabían que Jonathan Romo era ni más ni menos que el George Floyd cordobés, y que la palabra “descompensación” traducida al español significaba morir molido a palos y asfixiado por policías dentro de una comisaría. Faría, un oficial del Estado Mayor Policial, era un candidato casi seguro a la futura fórmula de reemplazo de jefatura, pero Mosquera, sabiendo que el caso de Romo podía ser el escandaloso final de su gestión, dio un mensaje entre muy fuerte y casi desesperado, y decidió cortar la cadena de responsabilidades en un eslabón muy próximo al suyo, para intentar alejar y circunscribir lo que sucedió al ámbito de los policías que hasta ayer le daban la mano y comían con él, procurando dejar el hecho como una “simple” cuestión policial.
Resta esperar el incierto derrotero de la causa. Porque de aplicarse la reciente doctrina “Blas Correas”, podrían ser detenidos todos los partícipes en el hecho y además toda la cadena de mando que procuró o intentó la impunidad en el caso de Jonathan Romo, con lo cual el célebre comisario Bracamonte, paradójicamente, podría pasar del cómodo sillón de mandón de la Departamental Punilla a ocupar el frío y húmedo calabozo que hasta hace unos días albergó al enemigo público número 1, Lucas Bustos.
Mientras tanto, da mucha confianza y certidumbre saber que Paula Kelm, la fiscal que acusó al jornalero desocupado Lucas Adrián Bustos como supuesto autor de homicidio calificado, es la fiscal a cargo de la investigación de la muerte de Jonathan Romo. Y que por cuestiones de feria judicial, quien tomó las primeras medidas y continúa al frente de la investigación es el fiscal de instrucción itinerante Raúl Ramírez, un ex comisario general que integró el D2, dato que omitió informar al rendir como fiscal de instrucción, y que sorteó el jury de enjuiciamiento que se le formó afirmando no saber absolutamente nada de lo que aconteció en la verdadera escuela de la represión policial cordobesa, donde era de público conocimiento que se atormentó y asesinó a miles de obreros, estudiantes, periodistas y militantes políticos y sociales de todas las tendencias. Se nos dirá que no hay nada de qué alarmarse porque la investigación llegará a “hasta las últimas consecuencias”. Sólo resta esperar las eventuales declaraciones del ministro Mosquera, afirmando que estamos ante un (nuevo) “hecho aislado” de violencia policial, que ha sido “rápidamente conjurado”.
De lo que no hay ya casi dudas y estamos en condiciones de afirmar de manera contundente es que la Policía de la Provincia de Córdoba esta investida de una cultura verdaderamente democrática, porque no escatima palizas, amenazas ni balas a (casi) nadie en esta provincia.
* Miguel Robles es especialista en seguridad, ex titular de Delitos Complejos del Ministerio de Seguridad de la Nación.
** El artículo se publicó en el portal Cba.24.
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