Ni palos ni planes
Para afirmar que el empleo no creció en los últimos 50 años hay que borrar el período 2003-2015
El mandato asumido por el Frente de Todos implicaba varios desafíos urgentes. Recuperar el trabajo, el empleo, los ingresos y recomponer la seguridad social. Sin embargo, tres factores demoraron la consolidación de un proyecto común para el trabajo, incluso para el desarrollo nacional. En el FdT conviven varios proyectos, a veces incompatibles –como el de Trabajo Garantizado o la Renta Básica Universal– que se corresponden con una realidad cada vez más heterogénea y fragmentada del mundo del trabajo en la Argentina. Paula Varela et al renombran al gigante invertebrado (1973-1976) de Juan Carlos Torre como el gigante fragmentado. Esa fragmentación alcanza al interior de las organizaciones sindicales y se extiende a los confines del mundo del trabajo, que buscan un proyecto político común. El gigante, además de estar fragmentado, demoró en resolver sus debates más urgentes.
Primero, la unidad política, sindical y social que conformó el FdT en 2019 aplazó debates anteriores a ella. La gravedad de la situación social y laboral requería astucia. Recuperar la producción, el trabajo asalariado y sus ingresos a la vez que se soportaba la presión social, apalancada por los movimientos sociales que reclamaban el aumento de los programas como el Salario Social Complementario (SSC), creado en 2016 por la Ley de Emergencia Social. El gobierno del FdT comenzó por frenar la sangría de empleo con la prohibición de despidos y la doble indemnización, que estaría vigente hasta 2022, pasado el peor momento de la pandemia.
Fue precisamente la pandemia el otro evento que aplazó los debates al interior del FdT sobre qué hacer con el trabajo. Se mantuvo la prohibición de despidos, implementó el programa de asistencia al trabajo y la producción, pagó cuatro ingresos familiares de emergencia y un bono, y actualizó todas las prestaciones, asignaciones y haberes por haber en el ancho espectro de la cobertura de seguridad social de la Argentina. Una política sin antecedentes de sostenimiento del empleo formal, de expansión de la seguridad social y de soporte a los ingresos de la economía informal, popular, social o solidaria, según el gusto del lector.
La falta de debate –más que el debate en sí— se expresó cuando explotó la confusión terminológica —más que la disputa– sobre qué es el trabajo, qué es empleo y qué es economía popular. Hoy, las definiciones del trabajo en sus diversas formas deben incorporar el fenómeno de la heterogeneidad y de una fragmentación cada vez más estanca, menos móvil. Otro camino es el de las posiciones esclarecidas y totalizantes que reclaman para sí sectores ajenos, al otro lado de la fragmentación laboral y social. Trabajo en sus diversas formas designa al trabajo asalariado (comúnmente llamado empleo, registrado o no registrado), pero también al trabajo autónomo (profesionales, cuentapropistas, microemprendimientos) y al trabajo comunitario (cooperativismo, economía social o solidaria). La mirada laborista o legalista más irreductible aspira a formalizar todo, a empleabilizar todo, sin reconocer las más genuinas formas de trabajo comunitario o cooperativo como formas de trabajo.
En cambio, la economía popular reclama para sí todo lo que no sea empleo formal, así se trate de millones de personas que trabajan empleadas informalmente, cuentapropistas, autónomos, etc. Los planes solo alcanzan a una mínima parte del mundo informal y de la economía popular, se afirma. Esto es aún más problemático, porque implicaría que el financiamiento de cooperativas y una mayor cobertura planes sociales es la solución más urgente pero también única para un mundo del trabajo fragmentado o cuanto menos muy heterogéneo. Es una mirada más miope que la que propone esperar hasta que llegue el pleno empleo. Es la que defiende los planes, sean administrados por organizaciones intermedias o municipios, como una política tan sagrada que si es puesta en cuestión, ofende e invisibiliza a la economía popular en su conjunto.
Los programas sociales se extendieron en Argentina hacia el año 2002, y desde la denominación de aquellos planes trabajar, el término plan social perduró. Se extendió hacia otras políticas que son propias de la seguridad social, como las asignaciones por hijo para personas sin otras prestaciones, o hacia programas como Argentina Trabaja. El tiempo de las políticas sociales no se inició en 2001, pero sí su extensión. El movimiento piquetero también creció al ritmo de la crisis social, pero sus organizaciones se transformaron y desarrollaron a pesar de la reducción de la desocupación en 12 puntos porcentuales, de la informalidad laboral en 20 puntos y con la creación de casi 6 millones de puestos de trabajo. Para afirmar que el empleo registrado no creció en los últimos 50 años hay que hacer el esfuerzo de borrar de la memoria el período 2003-2015. Las organizaciones de la economía popular también se desarrollaron en un período de crecimiento e inclusión, porque su existencia no obedece a los ritmos de la economía, sino a la reconstrucción del tejido social y comunitario.
Cuando la memoria del asesinato de Kosteki y Santillán estaba a flor de piel, NK planteaba una política de no represión y de reducción de los planes. Hoy este criterio aún es política y se cumple a rajatabla. Al menos en parte. Pero hay otra memoria presente. La de la Policía de la Ciudad reprimiendo pequeños productores de alimentos. La historia no empieza cuando llegan nuevos protagonistas ni cuando se crean, desde un supuesto vacío, nuevas formas de organización popular. Endilgarle al kirchnerismo estigmatización de la protesta social y de las organizaciones populares exige un ejercicio de desmemoria y mesianismo que también anula experiencias de organización popular, trayectorias comunitarias y de la economía social y solidaria con antecedentes en los albores del siglo XX.
La ley de Emergencia Pública social sancionada en diciembre de 2016 ordenaba la creación del Registro Nacional de la Economía Popular (ReNaTep). Allí se inscribieron más de 2 millones de personas en su primer corte pero se afirma que existen “cuatro millones de personas” que “viven en esa oscuridad inventándose el trabajo todos los días”. Limitar la economía popular a los planes es tan injusto como limitar el trabajo asalariado al registrado. Esta doble invisibilización arroja a una mayoría asalariada informal y cuentapropista al olvido. El registro buscó relevar “a quienes realicen actividades en el marco de la economía popular como vendedores ambulantes, feriantes o artesanas; cartoneras y recicladores; pequeñas agricultoras y agricultores; trabajadoras sociocomunitarias y de la construcción; quienes trabajen en infraestructura social y mejoramiento ambiental y pequeños productores y productoras manufactureras, entre otros rubros.” Es difícil suponer que todos estos trabajadores y trabajadoras “son personas que trabajan por fuera del mercado”, así lo hagan individualmente.
Matías Maito, Director del CETyD, afirma que las algunas de las políticas desplegadas según el precepto de empezar por los últimos pueden haber llegado a los últimos a través de los programas sociales como el SSC (que alcanza al menos a 1,2 millones de personas) pero no llegaron a los anteúltimos, una gran mayoría de cuentapropistas, autónomas, microemprendedoras y sobre todo, asalariadas informales. De hecho, la evolución de los ingresos de la arteramente denominada aristocracia obrera tendría un ritmo de crecimiento similar al de los programas sociales. El sector cuyos ingresos perdió más claramente la carrera contra la inflación es el de quienes tienen una ocupación pero están en el medio, los anteúltimos, que no son ni aristócratas ni privilegiados.
Privilegiado es aquel que no vive de su trabajo, que posee una prerrogativa especial, excepcional. Alguien que trabaja fuera de la forma y de la norma. Privilegiado es el mercado, que se sirve del trabajo sin pagarlo. Que llama excluidos a quienes están más sometidos a él. El hecho de no tener ingresos que cubran las necesidades y expectativas o no gozar de derechos laborales no implica, linealmente, la exclusión del mercado. Por el contrario, implica un peor sometimiento a él. Implica una mayor dependencia de los flujos comerciales y de distribución de productos, de quienes ocupan posiciones dominantes en las cadenas de valor e imponen precios, y de los prestamistas que se abusan de la necesidades financieras de quienes trabajan por cuenta propia, de quienes son autónomos o poseen emprendimientos familiares.
Los primeros, ahora sí, llamados ofensivamente “aristocracia obrera” o “privilegiados” disputan renta y participan de la puja distributiva con el mercado y, en esa puja, tejen y destejen alianzas con el estado según la orientación política del gobierno.
Esta semana, se afirmó que todas las personas que percibieron el IFE son “más de 11 millones de trabajadores y trabajadoras por fuera de la relación de dependencia”. Esta fría y terrible estadística es inexacta de a millones. De casi 8,9 M que percibieron el IFE 1, el 61,7 por ciento estuvo compuesto por 5,6 M de personas en relación de dependencia no registradas, informales o desocupadas; y por 0,18 M de trabajadoras y trabajadores de casas particulares. Además, un 9,3 por ciento del total estuvo compuesto por 0,8 M de personas que tuvieron ingresos por trabajos en relación de dependencia y registrados antes de la pandemia. Así lo resume ANSES.
En 2020 había 2,9 M de personas asalariadas informales que bien podrían haberse encontrado entre los núcleos familiares que cobraron el IFE. Entre la población objetivo del IFE había 42,5 por ciento de personas asalariadas informales, 35,6 por ciento de cuentapropistas formales o informales, 18,3 por ciento de desocupadas y 3,7 por ciento de casas particulares, también asalariadas o en relación de dependencia. El IFE develó la situación de muchas personas, pero no aquello que se afirma con soltura y frialdad. La línea entre la formalidad y la informalidad ilustra cada vez menos, pero no borra las diversas situaciones laborales cada vez más heterogéneas. De hecho, según el mismo informe que analiza la composición de la población objetivo y de la que efectivamente percibió el IFE, los indicadores de pobreza entre personas asalariadas informales y cuentapropistas no son tan distintos.
En algún momento reciente, la confusión sobre los términos fue tal que habilitó titulares como este, que basado en informes de la consultora Ecolatina, presentaba el crecimiento del empleo (trabajo asalariado) como consecuencia del aumento del cuentapropismo (trabajo autónomo). A pesar de las confusiones, se hicieron esfuerzos para ampliar las protecciones laborales y la seguridad social. Jubilaciones para quienes no aportaron, como las amas de casa. La universalización de las asignaciones familiares sin intermediarios. Soporte técnico y financiero a las cooperativas. Programas de inserción laboral para personas desocupadas, formación laboral, políticas de terminalidad educativa. Recientemente se enviaron al Congreso proyectos de ley para la profesionalización de los cuidados y se implementaron programas para que los titulares de planes sociales puedan ser contratados como empleados por el sector privado. Los resultados de esta última política todavía son escasos. Aún con beneficios como la reducción de las contribuciones patronales o los acuerdos tripartitos alcanzados con cámaras empresarias y sindicatos como en el sector gastronómico y hotelero, la contratación laboral de titulares de programas sociales es baja (2 por ciento de la población objetivo de titulares del Potenciar Trabajo).
La renta básica universal significaría un mayor esfuerzo, pero le antecede otra política. Reconocer y reorientar la presión de la representación gremial por la cantidad y el monto de los planes hacia la puja distributiva. Desenfocar la presión que pesa sobre el estado y dirigirla hacia el mercado. ¿Cómo es posible que cuentapropistas, emprendedoras, recicladores, vendedores ambulantes, cooperativistas, etc. alcancen un status de derechos laborales básicos? Para los trabajadores asalariados, a duras penas, existe una solución algo salomónica. Por ley, los derechos se pagan entre trabajadores, empleadores o solidariamente a través de la seguridad social. Para los autónomos, hasta ahora, los regímenes tributarios como el monotributo les imponen la solución menos ecuánime. Que se los paguen ellos mismos.
A falta de herramientas institucionales para disputar en el mercado, los movimientos sociales organizados dejaron de ser meros desocupados. Sin reconocimiento ni visibilización pacífica se quitaron el traje movimientista y se calzaron el gremial. Pero ¿existe en el horizonte alguna medida que permita que trabajadores no dependientes puedan negociar y disputar la renta en dirección al mercado, y no exclusivamente con el estado? ¿El estado debe remunerar a quienes el capital desplaza? ¿El capital les desplaza? ¿Las tareas de cuidado son improductivas? ¿O acaso el capital les utiliza pero no les remunera? ¿Se sirve el capital de los trabajos no remunerados que permiten la reproducción social? ¿No debería ser el capital quien haga el aporte más sustancial para remunerar aquellos trabajos de los que se sirve? La fragmentación del mundo del trabajo –también del no remunerado– es telón tras el que se esconde un capitalismo eximido de pagar por aquello que lo mantiene vivo.
Por ahora, los escenarios de la puja distributiva no institucionalizada son la 9 de Julio, las autopistas de Buenos Aires y las rutas nacionales. Los piquetes más resonantes de la semana lo protagonizaron fleteros y transportistas autoconvocados por la falta de gasoil. No son empleados camioneros, son dueños de camiones. No son empresarios, son autónomos. No buscan bajar los costos laborales ni piden un plan. Necesitan un ámbito en el que negociar condiciones de trabajo, acceso a bienes y precio del servicio que prestan. Y donde hay una necesidad, hay un derecho, uno nuevo. La institucionalidad laboral que pueda recoger esas demandas va a sacar la conflictividad de la 9 de Julio y las rutas, y la va redireccionar, sin dirigirla, hacia el mercado. La dirección la van a tener las organizaciones. La política y el estado pueden repensar las políticas sociales desde una perspectiva de compensación, pero sin trasvasar el peso de lo popularmente organizado al mercado, seguirán gestionando la escasez.
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