Garantía de fiasco

Kulfas y la invocación a las PyMEs como mascarón de proa para destruir leyes laborales

 

En las postrimerías de su carta de renuncia, el ministro de Producción saliente, Matías Kulfas, detalló como propuesta trunca e inconclusa la implementación de una reforma laboral para micro y pequeñas empresas. La señaló como herramienta destinada a terminar con el desempleo de cuatro millones de trabajadores y trabajadoras informales, sin dejar de sentenciar que la ausencia de ese régimen culminaría, una vez más, por tercerizar el flagelo en manos de Estado.

Sin caer en personalismos irrelevantes o en subjetivaciones innecesarias, la propuesta pretenciosamente innovadora del ex ministro fue un rotundo fiasco en dos de los ciclos neoliberales que atravesó nuestro país, con dictadura mediante y gobierno constitucional de un peronista que, igual que Kulfas, tampoco se avergonzó de quitar derechos a las personas que trabajan.

Esta emoción y su pertenencia política fue mencionada en on en su esquela al hablar de peronistas integrantes de la Secretaría de Energía y los subsidios que, por falta de segmentación –resultado de la supuesta inacción de esos funcionarios–, financiaban a los sectores más pudientes de la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires.[1]

Si hay un eje constitutivo del peronismo –y una clase que cobró protagonismo político y social– es el trabajo y las personas que lo realizan. En fin.

La primera reforma de la normativa laboral apoyada en el discurso del incremento productivo, la competitividad y el relajamiento de la protección normativa del trabajador vino de la mano del terrorismo de Estado en 1976. En abril de ese año se dictó la regla estatal 21.297, que modificó la Ley de Contrato de Trabajo original sancionada en septiembre de 1974, podando derechos. Por ejemplo: reducción del plazo quinquenal de prescripción al bienal, eliminación del principio de norma más favorable al trabajador, anulación de la herramienta cautelar para el restablecimiento de las condiciones contractuales anteriores ante modificaciones arbitrarias, y siguen las podas. Además se redujeron las contribuciones patronales, que pasaron de representar un 49% del salario bruto a un 32%.

Estas modificaciones requeridas por el sector empresarial, responsable civil de la dictadura iniciada en 1976, dejaron un 22% de trabajo informal, un 17,3% de pérdida del poder adquisitivo del salario, un aumento al 18% de la pobreza, pulverización de 20.000 PyMEs y desaparición de ramas industriales completas.

En el segundo ciclo neoliberal y precarizador, iniciado en 1989, las reformas legislativas que quebraron el esqueleto protectorio laboral y, por lo tanto, privaron de derechos a los trabajadores fueron la consecuencia del modelo referenciado en el Consenso de Washington, los programas de ajustes macroeconómicos y las consiguientes reformas institucionales. La reforma laboral iniciada en 1991 fue orientada a la “reducción del costo” laboral.

La palabra costo para designar un derecho humano fundamental como el trabajo no solo evidencia un sesgo ideológico soterrado en un pretenso tecnicismo economicista objetivo, sino que privilegia de modo solapado la ganancia y rentabilidad del empresario, algo que legítimamente puede argüir ese sector, mas no un funcionario de gobierno o un integrante de la Corte Suprema de Justicia.

Siguiendo con el itinerario de reformas que en la experiencia histórica resultaron un fracaso (al menos para los propósitos declamativos que las parieron, como el aumento del empleo de calidad o la reducción del trabajo informal, mas no para transferir riquezas a los sectores concentrados de la economía), en 1995 se sancionó la Ley de PyME.[2]

Con esta norma se plasmó el reclamo empresarial y el pedido del FMI como condición ineludible de un nuevo acuerdo, que receptaron Domingo Cavallo y Armando Caro Figueroa en su carácter de ministros de Economía y Trabajo, respectivamente.

Esta ley tenía un capítulo específico en materia laboral que habilitaba el fraccionamiento del aguinaldo en tres pagos, otorgamiento de vacaciones divididas y en cualquier momento del año, reducción del preaviso y la caída de la ultraactividad de los convenios colectivos de trabajo, que en la práctica significó la desprotección de trabajadores de las pymes sin la garantía de esos convenios.

Después vino la vergonzosa Ley Banelco.[3]

Esta matriz de pensamiento también fue enarbolada por los autores de la Ley de PyME 24.467. Así, Caro Figueroa, entonces ministro de Trabajo, declaró: “las medidas para disminuir la litigiosidad están claramente encaminadas a reducir sobrecostos que hoy pesan sobre los empresarios sin beneficio alguno para los trabajadores”.

Y el mensaje de elevación al Congreso de esa ley refería: “La rigidez de las normas jurídico laborales y la pobreza de los progresos en la negociación colectiva han sido factores que en mayor medida han obstaculizado hasta el presente que la pequeña empresa se presentara como el adecuado instrumento dinámico de crecimiento económico y de generación de nuevos puestos de trabajo”.

Los personajes que apoyaron estas reformas del sector empresarial no fueron micro ni pequeños, sino más bien grandes y monopólicos.

Jorge Blanco Villegas, al hablar sobre la profundización de la flexibilización laboral en 1997, expresó: “estoy convencido que modernizando las leyes vamos a beneficiar la oportunidad de trabajo”.

Terminamos sin trabajo, con desocupación y sin PyMEs.

El dueño de la cadena de supermercados del sur también debe haber lanzado su carcajada en ese entonces.

El postulado de base que se ata a la infravaloración del trabajo y lo postula como costo es la idea metafísica del derrame futuro de los beneficios.

Estas normativas representativas del capital y fulminadoras de derechos constitucionales fueron derogadas a partir de 2004 a instancias de Héctor Recalde, por su labor legislativa en el bloque oficialista del gobierno de Néstor y Cristina Kirchner.

Los guarismos que arrojó ese período son conocidos por nefastos y también dolorosos: un desempleo que escaló del 6% a inicios de la década del ‘90 a más de 24% en 2001, una caída del 32% del salario real y, sobre todo, la destrucción de las pequeñas y medianas empresas por el desembarco de las multinacionales, verdaderas peticionantes y beneficiarias del régimen laboral PyME.

Sin embargo, con la misma normativa, entre 2003 y 2015 se crearon más de 5,5 millones de puestos de trabajo y abrieron sus puertas alrededor de 200.000 PyMEs. Evidentemente la forma de reducir el desempleo no pasa por la desgravación del trabajo sino por la política económica de distribución implementada.

En los ciclos neoliberales, los gurúes de la economía también pusieron el acento en el crecimiento económico y la distribución fue un concepto desconocido en sus lenguajes.

Entonces, cuando se mencione a las pequeñas y medianas empresas con el objetivo de reformar la legislación laboral, no debe escapar que siempre fueron utilizadas como mascarón de proa de los conglomerados económicos y sus representantes políticos, que usufructúan la debilidad coyuntural de esas unidades empresarias, proveedoras del mayor caudal de empleo en nuestro país.

 

El plafón ideológico

Detrás del concepto de “costo” laboral está la idea de preeminencia del trabajo como una erogación económica y la invisibilización del plusvalor como condición de posibilidad imprescindible de la ganancia.

No hay ganancia sin fuerza de trabajo cosificada en un producto o un servicio. Es el trabajo el que imprime valor y produce la riqueza de la nación. En pandemia pudimos observar la feroz retracción de la economía mundial y el reclamo al unísono del capital para el retorno a la presencialidad laboral.

¿Qué motivaba el ahínco y premuera del reclamo empresarial si la riqueza emana del capital?

Estos debates a los que nos quieren retrotraer fueron zanjados por las experiencias históricas mencionadas, el constitucionalismo social y el reconocimiento de la desigualdad preexistente de la persona que trabaja respecto del portador del instrumento y las resultas de la producción. Tratar a desiguales como iguales es profundizar y perpetuar las inequidades propias de la desigualdad.

Supimos tener la Constitución de 1949 que, lejos de tratar al trabajo como un costo, lo elevó a la categoría de derecho humano fundamental y puso en función social a la actividad empresaria, la rentabilidad y la economía. Nada de costos y reformas laborales anti conquistas obreras.

Los proyectos que ven en la producción un factor unilateral privando de relevancia al trabajo en tanto elemento necesario para el proceso productivo, jerarquizan uno de los polos de la relación y califican de apéndice al restante.

Esto no es una cuestión menor porque es el respaldo argumental que sirve de base para la adopción de políticas públicas, de internas y de inclinación hacia uno de los platillos de la balanza.

Los modelos desarrollistas a los que aludió quien fuera representante de la cartera de producción hasta hace unos días sobrevino al golpe de Estado de 1955 y reposó en el actual artículo 14 bis que protege al trabajo (como derecho y no costo) en su dimensión individual y colectiva. El desarrollo, en aquella experiencia desarrollista, se fue por una sola canaleta, la de la rentabilidad.

Por último, Matías Kulfas habló de la “industria del juicio” y dijo: “Es razonable adecuar el régimen laboral a la realidad de estos sectores y apuntalar su ingreso a la formalidad, con un nuevo esquema legal, ágil, moderno y que termine con la única industria que debiera cerrar definitivamente en Argentina: la industria del juicio”.

Evidentemente para el ministro no solo el trabajo es un costo, sino también la tutela judicial efectiva garantizada por los tratados internacionales con jerarquía constitucional que otorgan el derecho de recurrir al Poder Judicial ante la vulneración de uno de ellos. Me pregunto: ¿Qué industria del juicio puede haber en un trabajador accidentado ante un empleador incumplidor que no registró ese vínculo contractual y no cuenta con ART para el caso? ¿Qué industria judicial propugnada por el trabajador puede existir ante el reclamo por pago de remuneraciones indocumentadas?

¿No será que el ex ministro de producción tiene la misma base argumental e ideario que quienes piden suprimir las indemnizaciones por despido incausado, precarizar derechos laborales o legitimar la prerrogativa de trabajar 16 horas o morirse de hambre?

Dejo al lector la respuesta.

Si quiero recordar que el próximo 7 de julio es el Día del Abogado y Abogada Laboralista, en conmemoración a quienes en la llamada Noche de Las Corbatas fueron detenidos, torturados, desaparecidos y muertos por defender el derecho del trabajo, que hoy un ex ministro llama costo e industria del juicio.

En honor a ellos y a ellas, y a los trabajadores desaparecidos en la última dictadura cívico militar, que esa palabras avergüencen de por vida al ex ministro que se precia de ser peronista.

 

[1] “Como peronista me avergüenza cada día que pasa en el que el Estado argentino subsidia la energía de hogares acomodados de la ciudad de Buenos Aires o la zona norte del gran Buenos Aires, hogares que no necesitan, no solicitan ni valoran esos subsidios”. Carta de renuncia de Matías Kulfas.
[2] Ley 24.467, sancionada el 15/03/1995.
[3] Ley 25.250, sancionada el 11/05/2000.

 

 

 

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