LOS DOS EXCLUIDOS

La música que escuché mientras escribía

 

La semana pasada te conté la opinión lapidaria sobre la música barroca de Harold C. Schonberg, quien decía que se trataba de una música para no pensar, por predecible e inocua. Sólo hacía dos excepciones: Bach y Händel, nacidos en Alemania en el mismo año de 1685.

En su libraco sobre los grandes compositores que me regaló Andrés Jaroslavsky, con la aviesa intención de impulsarme a crear un sitio independiente del Cohete dedicado a la música que escucho cuando escribo, el ex crítico del New York Times explica en forma abundante el por qué de esa excepción. Pero no voy a incurrir en la cita, por la misma razón que rechacé la amistosa propuesta del músico y pintor tucumano radicado en York. Yo soy apenas un aficionado. Sé que coincido con la valoración de Schonberg, que escucho con placer a Händel y que pocas cosas me hacen más feliz en la vida que Bach. Que los que saben expliquen por qué. Yo sólo quiero pasarla bien y que los que leen y escuchan gocen con las mismas cosas que yo. Maestros de Siruela ya hay en cantidad.

Händel ha escrito tantas cosas distintas, desde los concerti grossi a las óperas de estilo italiano o los oratorios, que se hace difícil elegir, a riesgo de no dar una idea acabada de su personalidad. Como esta no es una cátedra ni pretendo ser exhaustivo, ahí va una sola maravilla, las suites para piano grabadas por el enorme (en todo sentido) Slava Richter.

 

 

 

 

 

Sobre Bach el desafío es aún mayor, y la solución igual de fácil. Escuché y comparto alguna de sus cosas que más me gustan y que, como tantas veces te conté, tienen que ver con mi vida. Las partitas de Bach para piano en la versión de Rosalyn Tureck son parte esencial de la banda de sonido de mi infancia, junto con el tableteo de la máquina de escribir de mi viejo. El primer video contiene sus grabaciones históricas de la década de 1950.

 

 

 

 

 

El segundo video se grabó en 1995 durante un concierto en San Petersburgo. Habían pasado cuatro años de la disolución de la URSS, que rebautizó a la ciudad de los zares como Leningrado. Contiene una curiosidad:una de las más grandes pianistas del siglo XX sola en su banqueta, sin el achichincle que le dé vuelta las páginas, ni alguien que la ayude a cargar las flores con que la abruman cuando termina.

 

 

 

 

Como siempre pide Figueras, cosas bellas en un mundo horrible.

 

 

 

 

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