Un complejo campo de Marte
Nuevo capítulo del acting de Estados Unidos y la OTAN: ejercicio Cold Response, más presión bélica para Rusia
La época en que la globalización operaba a todo trapo, con amplias libertades mercantiles y financieras, con cadenas de suministros que cursaban libremente los mares a escala planetaria, que impulsaba una lógica de ganar-ganar y prometía beneficios generalizados, ha terminado. Las crisis de Estados Unidos (2008) y de la Eurozona (2010-2011) mostraron en términos concretos y reales que algo andaba mal. Joseph Stiglitz fue algo así como un anticipador de ello: varios de sus libros advertían que el modelo neoliberal acumulaba mucho hacia arriba y derramaba muy poco hacia abajo. E impulsaba una lógica perversa consistente en que la libertad de los ricos y poderosos se fagocitaba sin muchos pruritos a la igualdad. Así funcionaba –y lo hace aún, aunque a los tumbos– el “capitalismo del 1%”, denominación que concibió y divulgó en alusión a los beneficios de los estratos más altos de la sociedad.
Diversos y significativos acontecimientos acompañaron el devenir declinante de esa estructura económica global basada en el fundamentalismo de mercado. Paradojalmente, en cambio, la comunista China creció a paso redoblado hasta convertirse en el país más importante del mundo en términos de comercio internacional y en el segundo en competencia con Estados Unidos, en lo que respecta al PBI. Rusia, por su parte, fue recuperándose luego de la caída del régimen soviético. Pudo mantener su espacio territorial, su mixturado y amplio componente social y su arsenal nuclear, que es hoy por hoy levemente mayor en cantidad que el norteamericano y probablemente más moderno. Y pudo también amoldarse económicamente a los nuevos tiempos.
Debe consignarse, adicionalmente, como ingrediente no económico pero sí concomitante del antedicho devenir declinante, la escasez de resultados de las incursiones bélicas de la gran potencia del norte en Medio Oriente y cercanías. Inició la guerra contra Afganistán en 2001 con apoyo de la OTAN y se retiró sin pena ni gloria luego de 20 años de contienda. Mintió para atacar a Irak y no pudo evitar la recurrencia de gobiernos chiitas, nada menos; derrapó duramente en Siria y, no obstante algún triunfo inicial, quedó empantanada en Libia. Un fracaso, en fin, por donde se lo mire.
Hace tres o cuatro años atrás se abrió un debate a nivel mundial sobre el cambio de la condición de preeminencia entre países. Algunos analistas mantenían la interpretación vigente en ese entonces y continuaban sosteniendo la existencia de una unipolaridad en el sistema de poder mundial, en cuya cúspide se ubicaba Estados Unidos. Otros entendíamos que se habían ido produciendo cambios y se había ido abriendo paso e instalado una doble polaridad: una económica, en la que se ubicaban Washington y Pekín, y otra militar en la que se inscribían Washington, de nuevo, y Moscú. Lo que implicaba que se había desarrollado un proceso de transformación en las relaciones de poder a escala mundial y un retroceso norteamericano.
Lo que va de Trump a Biden
Donald Trump, tal vez olfateando los cambios antedichos, expuso a su modo, con su rudimentario lema de campaña América First, que se debía reactivar la economía de su país y que, además, este debía reposicionarse en el plano internacional.
En el campo económico no tuvo éxito. Durante su período presidencial (2017-2020) el crecimiento porcentual promedio del PBI fue tan solo del 1%. Si se suprime el último año, que fue el inicial de la pandemia mundial y dio un negativo de 3,5%, alcanza solo un 2,49%. En tanto que los años del segundo período presidencial de Barack Obama (2013-2016) alcanzaron un promedio de 2,29%. Aun descartando el último año de Trump, sus guarismos no indican ningún crecimiento apreciable.
Comprendió, sin embargo, que el desafío económico a escala mundial que había instalado China era significativo. Lo que lo llevó a establecer importantes restricciones comerciales y financieras contra Pekín, e incluso a retirarse del TransPacific Partnership –una entidad internacional que incluía a China y aparecía como un faro del fundamentalismo de mercado. También retiró a su país de una entidad atlántica similar a la anterior, que se encontraba en gestación.
En el marco de una novedosa doble polaridad que nunca dio como reconocida, Trump eligió el “combate” económico contra China y mantuvo buenas relaciones con Rusia. Claro está que en ese entonces los Estados Unidos y varios de sus socios mayores se encontraban aún ocupados en librar las ya mencionadas “guerras interminables” de Oriente Medio.
Joseph Biden, por su parte, decidió dar un giro terminante. Canceló las antedichas guerras para dedicarse a embestir contra Rusia, el antagonista militar directo de su país en la dimensión bélica de la doble polaridad mundial recién mencionada. Y no modificó en lo sustancial la guerra comercial con China iniciada por su antecesor, que mantiene con ahínco y sobriedad [1]. Sorprendente: tal vez no anoticiado de que la etapa en la que Estados Unidos operaba como superpotencia solitaria había terminado, eligió contender en diferentes planos con sus dos “enemigos” mayores: Pekín en uno y Moscú en el otro, nada menos que simultáneamente. Todo un desafío poco compatible con el actual escenario de doble polaridad, en el que se desenvuelve la puja de las grandes potencias con un pronóstico incierto.
Animémonos y vayan
En dos notas anteriores en El Cohete a la Luna (Jugar con fuego, 20-2-22, y Entre el desdén y la guerra, 6-3-22) he consignado que Estados Unidos por sí mismo o por intermedio de la OTAN desarrolló durante 2021 una continuada campaña de injerencia y provocación sobre Rusia, cuyo punto máximo fue el desenvolvimiento de la ejercitación aeronaval Sea Breeze en el Mar Negro. Participaron en ella 20 países: 17 de la OTAN y tres ajenos a ésta, entre ellos Ucrania, que hizo un importante aporte de helicópteros y naves así como de apoyo logístico y de establecimiento de comandos temporales en su territorio. Rusia protestó y reclamó más de una vez ante estas circunstancias. Incluso en enero de 2022 hubo una reunión entre Joe Biden y Vladimir Putin, y otra de éste con la OTAN, que no resultaron positivas. Fue el final. Una Rusia destratada, prácticamente ninguneada y asechada militarmente desde muy cerca por la entente nord-atlántica, y que velaba además intereses efectivamente vitales, decidió marchar a la guerra contra Ucrania.
¿Era esto lo que deseaba Biden y/o lo que esperaba Ucrania, que justamente no integra la OTAN ni la Unión Europea? ¿Qué obtiene el Presidente norteamericano, que ha quedado como quien aplica el “animémonos y vayan”, con grave perjuicio para Kiev? ¿Es suficiente para él con agitar el desprestigio de Rusia y con denostarla mediáticamente ante el mundo o pretende ir por más? ¿Y qué gana una Ucrania que guerrea sola contra una gran potencia nuclear, que por añadidura la supera ampliamente en el plano convencional? Sus padecimientos –además– son ya muy grandes y su única perspectiva parece ser una dura y cada vez más costosa derrota. Da la impresión de que corre hacia un destino triste y solitario aunque no final.
Lo que está sucediendo no es algo fácil de comprender. Y mientras tanto el acting norteamericano y de varios de sus socios de la OTAN lamentablemente continúa.
Final
Muy recientemente, Biden gestionó una conversación telefónica con Xi Jinping. No ha habido suficiente información oficial de ambas partes sobre lo que se ha hablado, aunque se han filtrado algunos trascendidos. En lo relativo a la guerra, el Presidente norteamericano le habría advertido a Xi que si China suministrara ayuda militar a Rusia tendría que atenerse a las consecuencias. El premier chino, por su parte, sin pronunciar las palabras guerra e invasión ni adjetivar a Rusia sugirió que ambos países deberían trabajar juntos para acabar con el conflicto. Todo parece indicar que sólo alcanzaron en este rubro –hubo conversaciones sobre otros asuntos durante la comunicación de ambos Presidentes– una educada pero amplia discordancia.
Por otra parte, se están llevando a cabo ahora las ejercitaciones militares Cold Response en Noruega organizadas por la OTAN, que finalizarán el 1° de abril. Participan 30.000 soldados de 27 países. Y se ha empeñado también 200 aviones y unos 50 buques. Si bien estas maniobras se realizan sobre el Mar del Norte y fueron programadas con antelación, su proximidad al Báltico las convierte hoy en una potencial amenaza para Rusia. En particular para su enclave en Kaliningrado, ciudad antiguamente llamada Königsberg cuando era la capital de Prusia Oriental. En 1945 quedó bajo jurisdicción soviética.
No dejan de ser por lo menos inquietantes estas últimas ejercitaciones castrenses, que evocan ese refrán que dice “sobre llovido, mojado”. O sea, más presión bélica para Rusia pero en otro frente.
[1] Leo al cierre de esta nota que Biden ha decidido retirar una parte de las restricciones comerciales a China.
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