Raros tiempos de unidad
La importancia de la velocidad de los cambios y la necesidad de debatir una nueva Constitución
Raros tiempos son estos que vivimos hoy. Tiempos bisagra. Tiempos en los que la historia es presente pero también pasado y futuro. Quizás una línea espacio-temporal que se desea sublevada a la repetición de circularidades nefastas; que instala sus defensas en la memoria histórica. Tiempos en los que la política, en tanto potencia colectiva, parece resignar su creativa fuerza abierta al desafío ante torpezas propias que resultan un oneroso pago, una forma extremadamente desproporcionada de sostener el mito necesario sin congelarlo, sin entregar los símbolos de una historia malamente resignificada por las tolvas trituradoras de las industrias culturales, de los set televisivos, de las redes con su sed de odio y negación; tiempos diferentes a los espacios individuales de pertenencia ideológica que signaron los años ‘90 del siglo pasado –aunque es discutible pensar que en aquellos años la ideología no fuera justamente la negación de lo ideológico entendido como cultura política–, pero que cataliza la emocionalidad de estos raros aires en consignas apagadas, despotenciadas, que no logran conectar con lo que por abajo moviliza, con esas intensidades políticas que retoman el largo hilo de la historia y fraguan así un pensamiento para la acción y una acción del pensamiento, que si es crítico es porque es deseante; y si desea es porque sabe, conoce, siente y anuda lo pensado con lo sentido como necesidad de esas mayorías postergadas por el hambre, la pobreza y la injusticia.
Este tiempo contiene angustias que luchan contra la mortificación que se supone funcional al poder de fuerzas propias y ajenas. También allí reside la trama peligrosa de aquellas expresiones que provocan el desasosiego, la desesperanza, en un intento hábil por suprimir la autocrítica necesaria que tienda puentes para sostener un gobierno que no debe detener su marcha hacia los debates y discusiones que deben darse, y que aún aguardan. Este tiempo no debe ser defendido desde la obsecuencia –y en ello la oscuridad de las derechas es inteligente para presentar esta palabra como sinónimo de “unidad”, operación que algunos sectores progresistas compran casi gratuitamente–, desde un pensamiento temeroso a ciertas radicalizaciones que se presentan, y es casi una obviedad, como necesarias políticas de defensa de las mayoría populares (habría que volver a leer a Cooke con relación a la finalidad de la unidad), lo cual no implica negar la existencia de una organicidad imprescindible para el fortalecimiento de un Frente en una apelación a los recursos que éste considera fundamentales para garantizar la gobernabilidad. Y gobernar en tiempos en los que el mundo capitalista parece disolverse hacia no sabemos qué tipo de nuevo capitalismo –allí la guerra– es extremadamente difícil, más cuando el mundo ha experimentado una relativa desestructuración de su experiencia existencial, como ha sido la pandemia, que parece haber olvidado.
Ese maldito hecho político
El kirchnerismo se asumió, ya ejerciendo el poder, como una fuerza preocupada por ciertos sueños irrealizados, inconclusos, proscriptos, cegados, cuando como sociedad casi ya no esperábamos nada. El kirchnerismo no se proclamó nunca revolucionario pero sí se propuso reparador de la ignominia del hambre y la pobreza instaladas por las políticas neoliberales, y del horror asestado sobre el pueblo por las bombas asesinas del golpe militar de 1955 y por el acribillamiento de los militantes revolucionarios en Trelew, antesala diseñadora de la aceitada maquinaria de matar y desaparecer personas que puso en funcionamiento la dictadura cívico-militar del '76-'83. Y esto ya es demasiado para los genocidas civiles y militares que siguen tratando de imponer su dominio, ya no mediante golpes de Estado, campos de concentración y centros clandestinos para torturar y asesinar; ya no con el poder de las armas pero sí, todavía, con el poder de las grandes corporaciones económico-comunicacionales, socios históricos en la potestad de la muerte. El poder económico-comunicacional no está interesado en la democracia, ni en los Derechos Humanos, ni en el hambre y la pobreza; tampoco en salarios y jubilaciones dignas, mucho menos en redistribución de la riqueza; Memoria, Verdad y Justicia siguen incomodándolo; sólo está interesado en el rédito pleno de las ruletas financieras y los negocios de poco riesgo y pura ganancia. Capitalismo casino, lo definió la ex Presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Por ello es preciso comprender que las velocidades son importantes, tanto como las decisiones políticas que dinamicen transformaciones que por dilaciones y conductas dubitativas no llegan a las mayorías populares. Habrá que persistir aceptando el desafío dilemático, las fisuras, las rajas, y exigir desde allí, colectivamente, aquellas políticas que creamos deben desarrollarse, discutirse y debatirse, como lo son una verdadera reforma tributaria progresiva; el desmantelamiento del andamiaje jurídico heredado de los años '90 que, entre otras cosas, trasladó los recursos del subsuelo de la Nación a las provincias –que se encuentran en una situación muy desigual para negociar frente a potentes multinacionales–; la recuperación estratégica del río Paraná; la defensa del trabajo con salarios dignos, aguinaldos y vacaciones, derechos que creíamos inamovibles y sin embargo, por acción de los representantes de un poder económico concentrado que volvió a tonificarse con los cuatro años de gobierno macrista, están hoy en riesgo; incorporación al sistema formal a aquellos compatriotas que estén todavía en la informalidad, una discusión seria sobre qué tipo de minería queremos darnos los argentinos; y sobre todo, el combate sin descanso contra la pobreza y en especial contra el hambre infantil.
Dicho esto, es necesario plantear, para realizar las tareas aún pendientes, el debate sobre la reforma de la Constitución. Ferdinando Lasalle, fundador del partido socialista alemán, escribió en 1862 que una Constitución es la suma de los factores reales de poder que rigen en una Nación. Esos factores reales –que denominó “fragmentos de Constitución”– deben ser puestos en acción, deben volverse efectivos, ya que de lo contrario los derechos expresados por la Carta Magna quedarán encapsulados en el umbroso papel impreso. De esto se trata poner en discusión una reforma constitucional, nada más ni nada menos.
En este contexto, es al kirchnerismo –esa anomalía inesperada que inició Néstor Kirchner y que hoy ya no se expresa como tal pero sí como fracción política molesta para el establishment– a quien se le pueden plantear estas exigencias para dar la discusión interna. Y el kirchnerismo debe tener en cuenta que ese es su capital político y simbólico, que debe cuidar y ampliar para no ser náufragos de un sueño. Raros tiempos estos donde la política es pensada en términos de moderación, donde la posibilidad es un cálculo enfermo. Tiempo donde los puentes que unieron los márgenes de la coalición parecen estar disueltos; y ominoso es el poder que atenta contra la posibilidad de construir un presente en el que el futuro no se nos escabulla como arena entre los dedos.
* El autor es periodista, director/editor de la revista de cultura y política La Tecl@ Eñe y docente en UNDAV.
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