¿Dónde nace la cultura del abuso?
En un parto, como en una violación grupal, funciona la lógica corporativa del sistema médico hegemónico
Diez residentes le hacen tacto a una parturienta, sin su consentimiento real, para aprender cómo es la forma de una vagina. Un obstetra corta ocho vaginas por día para hacer más expeditivo el expulsivo y, de paso, se la cose y la deja como nueva (o eso dice). En la facultad de medicina se enseña a acostar a la mujer para poder controlar mejor y más cómodamente su parto. También se enseña a dirigirle los pujos a las parturientas, pese a que son un acto reflejo provocado por la compresión de la cabeza fetal sobre el suelo pélvico, es decir algo que surge espontáneamente (tan espontáneo como la fuerza para hacer caca). También se enseña a anestesiar a las embarazadas para que no perciban lo que pasa en sus cuerpos, aunque te dicen que es “para que no sufras al pedo”.
La violencia obstétrica es la primera forma de violencia que conocemos las personas, literalmente hablando. Es el primer registro de vida que tenemos. Nuestro primer respiro, nuestra primera percepción extrauterina, es una escena de abuso naturalizado, consentido y acordado por todas las partes involucradas, sean o no conscientes de ello.
En los últimos días los medios se llenaron de artículos informativos y de opinión sobre la violación en grupo que ocurrió en Palermo, a plena luz del día. Cada análisis que se hace sobre este tema me remite a la situación de un típico parto dentro de nuestro sistema de salud. Todo. Desde la mujer víctima, cayendo engañada en manos de sus agresores, paralizada por el miedo con el que fue adoctrinada durante su vida (y embarazo) o ablandada por el efecto de alguna droga (anestesia). El tiempo de reacción de la víctima ante el abuso... A veces nos damos cuenta enseguida, a veces tardamos unos minutos, a veces pasan años hasta que asimilamos que no queríamos lo que estábamos viviendo, que no lo habíamos elegido y que tampoco lo habíamos consentido. La decisión de pedir ayuda y dejarnos ayudar, atravesada por la vergüenza, la culpa y la mirada despiadada de una sociedad que lo primero que hará es juzgarnos, cuestionarnos, dudar... Si denunciamos antes o después, si hicimos lo suficiente para prevenirlo, si nos la buscamos, si somos conflictivas o locas, si estamos aprovechando para sacar alguna ventaja de lo ocurrido.
Cada parto es una violación colectiva a la sexualidad de la mujer y a los derechos humanos de la persona por nacer y su grupo familiar. Con mejor o peor decorado, con mejor o peor tecnología, con mejores o peores modales, con música clásica o con gritos y burlas, los protocolos de atención son todos iguales y están escritos. No hay nada, salvo “la ropita del bebé”, que una mujer pueda elegir libremente a la hora de parir dentro de nuestro sistema de salud. Y parir por fuera del sistema implica ser señaladas, burladas, acusadas de irresponsables, castigadas y, muchas veces, encarceladas. En un parto, como en una violación grupal, funciona la lógica corporativa del sistema médico hegemónico (que encarna maravillosamente bien al patriarcado). Una cadena de abusos disfrazados de “cuidados”. Una mentira tras otra que aceptamos para no incomodar al poder, porque “al doctor no hay que hacerle cuestionamientos porque se enoja y es peor… después te atiende mal” me dijeron una vez.
En esta sociedad aceptamos y defendemos un sistema de atención de partos cuyos protocolos implican la anulación de la autonomía femenina, amplían el riesgo en el desarrollo del parto, en la salud de la madre y de la persona por nacer. Protocolos que están en contra de toda evidencia científica y de las propias recomendaciones de la OMS de los últimos 30 años. Un sistema sobre el cual la ONU alertó en un informe contundente en junio de 2019. Así y todo, lo seguimos respetado y desconfiamos de las locas activistas –de las que decimos que eligen poner en riesgo las vidas de sus hijos– cuando reclaman un parto respetado. Somos una sociedad que sostiene la escena del parto intervenido como un evento “positivo y feliz” de nuestra vida, aun cuando la información, las estadísticas y la evidencia científica que lo descalifica está cada vez más al alcance de todas y todos.
Seis jóvenes violan a una chica de 20 años en Palermo, a plena luz del día. Diez residentes le hacen tacto vaginal a una parturienta, sin su real consentimiento, a plena luz de un quirófano. ¿Por qué? Porque pueden. No son monstruos, no son enfermos, son profesionales de la salud formados en la universidad del patriarcado. Eso es, exactamente, la cultura de la violación.
* La autora es comunicadora y guionista. Referente en materia de parto y nacimiento respetados en la Argentina, feminismo y maternidad. Madre de dos. En IG @parimosconciencia
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