Las advertencias de Keynes
De la falsa Paz de Versalles a la amenaza de hecatombe nuclear
La reciente publicación de un excepcional libro sobre la vida de John Maynard Keynes brinda una oportunidad para conocer los entretelones de un hecho históricamente tan relevante como la falsa Paz de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial. El precio de la paz (Paidós), del periodista Zachary Carter, no sólo permite conocer el pensamiento económico, político y filosófico de Keynes, sino que ofrece algunas claves útiles para relacionar aquellos acontecimientos con las causas que han llevado a la actual guerra en Ucrania.
Como señala Carter, “Keynes no sólo fue economista, sino uno de los pensadores más relevantes del siglo XX, quien dedicó su vida a la defensa del arte y las ideas como motores del cambio. Como filósofo moral, teórico político y estadista, Keynes tuvo una vida extraordinaria que lo llevó desde las fiestas de principios de siglo en la desenfrenada escena artística del Círculo de Bloomsbury hasta las fervientes negociaciones en París que dieron forma al Tratado de Versalles”. Keynes era un “liberal progresista” –si aplicamos una etiqueta actual– y en tiempos de gran preocupación por el avance del comunismo, consideró que eran más peligrosos los violentos movimientos ultranacionalistas que surgían en el continente europeo. “Muchos perciben que la cuestión del futuro cercano se dirime entre las fuerzas del bolchevismo y las de los Estados burgueses de tipo decimonónico", escribía Keynes desde Génova. "Yo no estoy de acuerdo. La verdadera lucha actual [...] se da entre aquella visión del mundo llamada liberalismo o radicalismo, para la que el principal objetivo del gobierno y de la política exterior es la paz, la libertad de comercio e intercambio y la riqueza económica, y aquella otra visión, militarista o, más bien, diplomática, que piensa en términos de poder, prestigio, gloria nacional o personal, imposición de una cultura y prejuicios hereditarios o raciales”.
Presagios
Tras el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras se reunieron en el Palacio de Versalles, en las afueras de París, para redactar el tratado que establecería las condiciones de la paz. Los protagonistas principales de las negociaciones fueron el Presidente norteamericano Woodrow Wilson –que llevó su propuesta de los “catorce puntos” –, el primer ministro de Gran Bretaña, David Lloyd George, y el primer ministro de Francia, Georges Clemenceau. Alemania, la potencia derrotada, no participó de las deliberaciones y también fue excluida de la Sociedad de las Naciones, cuya constitución estaba prevista en uno de los catorce puntos de Wilson. Entre las cláusulas del tratado, se consideraba a Alemania y sus aliados como los únicos responsables de la guerra. Como consecuencia, debía desarmarse, ceder su flota de mar, desprenderse de todas sus colonias –que fueron repartidas entre los vencedores– y pagar cuantiosas indemnizaciones económicas a los triunfadores. Keynes tomó parte activa en las negociaciones, integrando la comisión negociadora de Gran Bretaña, y libró una dura batalla diplomática contra Clemenceau, quien exigía una cuantía de indemnizaciones que Keynes consideraba inasumible. Agotado por el esfuerzo negociador, Keynes renunció y se volvió a Inglaterra, donde poco después escribiría un pequeño opúsculo titulado Las consecuencias económicas de la paz, que se convertiría en una suerte de best-seller mundial. Allí se despacharía a gusto contra Clemenceau, señalando que “tenía una ilusión: Francia, y una desilusión: la humanidad” y describiría con crudeza la arrogancia, las ambiciones desmedidas, la miopía y la extrema rapacidad de las potencias ganadoras de la guerra, que les impedía contemplar algo más que su propio interés.
La propuesta de Keynes, rechazada por los negociadores de Versalles, se basaba en que debía moderarse la cuantía de las reparaciones y establecer algún método de cooperación financiera internacional atendiendo a las necesidades de las poblaciones afectadas, más que pensando en los acreedores. Según Carter, “la batalla de Keynes en torno a las reparaciones de guerra y las deudas entre los países aliados lo convertiría en un enemigo vitalicio de la austeridad, la doctrina según la cual la mejor forma de que los gobiernos sanen las economías problemáticas es reducir drásticamente el gasto público y liquidar la deuda”.
Otro aspecto relevante del libro de Keynes fue su anticipación de que las duras condiciones a las que se veía sometido el pueblo alemán sólo podrían deparar terribles consecuencias. “En toda Europa –pero especialmente en el derrotado Imperio alemán– se daban las condiciones favorables para el surgimiento de un caudillo. Sin alimento, empleo, la percepción de un propósito común y la confianza en un mañana mejor, Europa se hallaba abocada ya a una nueva guerra. Si aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, me atrevo a predecir que la venganza no tardará. Entonces nada podrá retrasar por mucho tiempo esa definitiva guerra civil entre las fuerzas de la Reacción y las desesperadas convulsiones de la Revolución, ante cuyos horrores palidecerán por insignificantes los de la última guerra alemana, y que destruirá, quienquiera que sea el vencedor, la civilización y el progreso de nuestra generación”. El surgimiento del nazismo y las guerras lanzadas por Adolf Hitler confirmaron los ominosos presagios de Keynes.
El palo en el ojo
Es posible establecer ciertas semejanzas entre las predicciones que formuló Keynes en el año 1919 y su crítica al unilateralismo ciego con la situación que ha desembocado en la invasión de Ucrania por Rusia. Lo primero que conviene aclarar es que, del mismo modo que las opiniones de Keynes sobre las consecuencias del Tratado de Versalles no hacían bueno a Hitler, tampoco deben tomarse las críticas sobre la expansión de la OTAN como justificación de la guerra lanzada por Vladimir Putin. Se trata de adoptar una posición de distancia emocional de los conflictos para analizarlos en toda su complejidad y establecer el grado de responsabilidad de los distintos actores en el modo en que se van configurando los hechos. Como señala el maestro Norberto Bobbio utilizando la metáfora del laberinto, debemos reconocer los caminos equivocados y abandonarlos una vez reconocidos como tales.
George Kennan, quien fuera el principal estratega de la política exterior de Estados Unidos durante la Guerra Fría, ya había manifestado en una columna publicada en el New York Times de 1997 que “expandir la OTAN sería el error más fatídico de la política estadounidense en toda la era posterior a la Guerra Fría”. Por su parte, Henry Kissinger, en un artículo del Washington Post de 2014, advirtió que “cualquier intento de un ala de Ucrania de dominar a la otra, como ha sido el patrón y la tendencia histórica, conduciría eventualmente a una guerra civil o una ruptura. Tratar a Ucrania como parte de una confrontación este-oeste hundiría durante décadas cualquier posibilidad de llevar a Rusia y Occidente, es decir a Rusia y Europa, a un sistema internacional cooperativo”. En tanto que el ex embajador de los Estados Unidos en Rusia, Jack Matlock señaló que “dado que la principal exigencia de Putin es la garantía de que la OTAN no aceptará más miembros, y en concreto a Ucrania o Georgia, obviamente no habría existido ninguna motivación para la crisis actual si no hubiera habido una expansión de la alianza atlántica tras el final de la Guerra Fría o si la expansión hubiera tenido lugar de acuerdo con la construcción de una estructura de seguridad en Europa que incluyera a Rusia”.
A estas consideraciones debe añadirse la opinión del profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago John Mearsheimer, quien ha afirmado que “Estados Unidos y sus aliados europeos comparten la mayor parte de la responsabilidad de esta crisis”. En sus conferencias, que se pueden seguir por YouTube, el reconocido teórico de las Relaciones Internacionales utiliza una alegoría zoológica para ilustrar sus posiciones: “Si vives al lado de un enorme oso y tratas de meterle un palo en el ojo, lo más probable es que recibas un zarpazo”. Debido a la rusofobia que se abate sobre Estados Unidos, ya hay quienes han reclamado su destitución de la cátedra universitaria.
Es notable la capacidad del aparato de comunicación norteamericano para moldear la opinión pública interna e internacional. Cuenta Isaac Asimov en Cronología del mundo que la germanofobia llegó a tal extremo en Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial que la gente le daba puntapiés a los perros salchichas que encontraban por la calle.
Frente a un conflicto abierto como el que acontece en Ucrania, los esfuerzos deberían ir dirigidos a forzar una salida diplomática que tenga en cuenta todos los intereses en juego. Si bien es comprensible la preocupación de Rusia por la expansión de la OTAN, también hay que contemplar los legítimos deseos de la mayoría de los ucranianos de mantener su independencia e integridad territorial y optar por las vías de desarrollo que consideren más convenientes. Hasta ahora la Unión Europea se ha limitado a surtir de armas a Kiev para prolongar la guerra, confiando en el desgaste de las fuerzas invasoras. Sin embargo, ya han surgido algunas voces en Europa, como la del ex director de El País José Luis Cebrián, quien señaló que “no habrá paz sin concesiones de ambas partes”. Cebrián añadió que “el nuevo orden no podrá estar dominado por una superpotencia ni regresar a la bipolaridad, como Estados Unidos parece intentar (…) Si quiere perdurar, sus instituciones necesitan una profunda renovación, una recuperación de su autonomía estratégica y una definición de sus intereses irrenunciables, a fin de diseñar un proyecto común en el que Rusia no se sienta humillada ni el resto del continente amenazado por ella”.
Reflexiones sobre la guerra
La historia nos enseña que las guerras territoriales o las más recientes despachadas en nombre de la democracia no resuelven las diferencias. Sólo las entierran junto a sus víctimas. Provocan enormes daños materiales por la destrucción de infraestructuras físicas, gran cantidad de víctimas civiles y los sobrevivientes quedan envueltos en sentimientos de odio y rencor. Generaciones posteriores vuelven a soplar sobre las brasas y reaniman el fuego dormido. Esto debería llevar a la reflexión a quienes apoyaron las guerras de Yugoslavia, de Irak o de Afganistán libradas por Estados Unidos invocando la libertad y la democracia. ¿Cuánta libertad le dejaron a los 600.000 muertos de Irak, los 50.000 muertos en Afganistán o a los 2.500 civiles que murieron bombardeados por la OTAN en Serbia? En la actualidad, todos los esfuerzos deben dirigirse a eliminar, o al menos limitar, el uso de la violencia para resolver los conflictos. Como señala Bobbio, cualquier procedimiento judicial o de mediación se instituye con el fin de hacer vencer a quien tiene razón, pero el resultado de la guerra es justamente el contrario: le da la razón a quien vence. De igual modo que aspiramos a que una sociedad civilizada erradique la justicia por mano propia, en el terreno internacional se debe conseguir que las diferencias entre los países sean abordadas en los tribunales internacionales o en las mesas de negociación diplomática.
Lamentablemente, lo único cierto es que en el plano internacional, pese a la existencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los avances han sido escasos. La senda que se trazó en la Carta de las Naciones Unidas, que en su artículo 47 contempla la institución de una fuerza de policía internacional bajo la dirección de un Comité de Estado Mayor dependiente del Consejo de Seguridad, fue tempranamente abortada. Por el contrario, las grandes potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial optaron por el rearme unilateral, al punto que actualmente el gasto militar mundial asciende a la asombrosa cifra de 2 billones de dólares en 2020, según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo. El mayor gasto militar corresponde a Estados Unidos, con 778.000 millones frente a 252.000 millones de China, 73.000 millones de la India y 62.000 millones de dólares de Rusia.
Este escenario nos pone frente a la paradoja expuesta por el intelectual francés Raymond Aron, al afirmar que si bien las guerras parecen imposibles debido al poder destructor de las armas nucleares (MAD), si una de las dos partes considera imposible la guerra, la disuasión habría terminado de actuar y la guerra se hace de nuevo posible. La cantidad de guerras que hemos tenido desde la constitución de la ONU confirma esta paradoja. Por lo tanto, no queda otra alternativa que buscar nuevas fórmulas de convivencia y seguridad que alumbren un nuevo orden mundial basado en el desarme y la multilateralidad, abandonando los proyectos ilusorios de que la paz se puede alcanzar bajo la hegemonía de una solitaria gran potencia. De lo contrario, corremos el riesgo de que la profecía del “fin de la historia” imaginada por Francis Fukuyama se haga realidad bajo la forma impensada de una hecatombe nuclear.
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