Carlos Apezteguía es uno de los 110 despedidos del Policlínico y médico de Nora Cortiñas.
El médico sale del ascensor. Lo espera una Madre de Plaza de Mayo. Lo abraza, lo toma de la mano y caminan por el corredor del hall central del hospital nacional más concurrido del conurbano bonaerense. Lo aplauden, lo filman, lloran. Fue durante años el jefe de terapia intensiva del Posadas. Seguramente no lleva una cuenta de cuántas vidas salvó. Hay otros que lloran al decir que fue el primero en volver del exilio y retornar al centro médico del que se lo habían llevado detenido, acompañar a los familiares de los desaparecidos y formar una comisión de derechos humanos. El médico en cuestión es Carlos Apezteguía, uno de los 110 nombres que dieron de baja este mes las autoridades del Policlínico Alejandro Posadas antes de que les saliera la jubilación.
—Se va el último setentista –le dice Gladys Cuervo cuando los trabajadores del Hospital empezaban a volver a sus puestos de trabajo. Gladys es enfermera y sobreviviente del centro clandestino que funcionó en una de las casas que se encuentran dentro del predio del centro médico, al menos entre 1976 y 1977.
—Y, sí –responde él con una sonrisa.
La historia de Apezteguía es la historia del Posadas, un hospital pensado en la segunda presidencia de Juan Domingo Perón como un lugar a todo trapo para curar la enfermedad que mataba a los pobres: la tuberculosis. No llegó nunca a inaugurarse. El golpe de 1955 cambió su destino y se usaron las instalaciones para montar los Institutos Nacionales de la Salud (INS), una institución de investigación y no de atención sanitaria. Fue durante otra dictadura, la denominada Revolución Argentina, que se decidió convertirlo en hospital general. Aunque siguió siendo un lugar al que los vecinos no iban y al que Clarín definía para 1972 como un “lujo demasiado grande”.
Apezteguía tenía 27 años cuando en 1972 lo convocó el doctor Amadeo Barousse a conformar el equipo de clínica médica. En general, los que llegaron fueron profesionales jóvenes que se vieron ante una institución con todos los recursos para prestar una atención sanitaria de avanzada, pero sin pacientes. Los vecinos del barrio, de lo que hoy se conoce como la villa Carlos Gardel y que en los '70 llegó a llamarse Mariano Pujadas por el militante asesinado en la masacre de Trelew, empezaron a acercarse al centro asistencial al tiempo que los médicos y enfermeros empezaron a patear el barrio para atender sus necesidades.
En pleno clima camporista, el Posadas tuvo su primavera. Los trabajadores tomaron el hospital y designaron a su propio director, nombramiento que fue convalidado por el Ministerio de Salud. Querían a alguien que liderara el camino hacia un hospital de puertas abiertas. Los números mostraron que lograron atraer a la población para que pasara a atenderse en ese hospital: el número de consultas creció en un 216 por ciento en 1974 comparado con el año 1972.
“Era un hospital muy vivo, muy efervescente, y se fue constituyendo en una institución que debe haber resultado intolerable a la dictadura militar”, contó el médico en una entrevista realizada en 2012. “Nosotros pensamos que básicamente ésa fue la razón por la que se produjeron los hechos después del 24 de marzo de 1976: la toma del Hospital cuatro días después del golpe, el despliegue militar que hacía pensar en la toma de un cuartel, donde por cierto no encontraron ni armas, ni quirófanos clandestinos ni túneles secretos ni mil cosas de ese estilo que se comentaban en esa época y que aparecían en la prensa inclusive”.
El mismo Reynaldo Benito Bignone, que comandó el 28 de marzo de 1976 la intervención al Posadas con tanques y helicópteros, reconoció en su libro El último de facto que no habían encontrado nada de lo que fueron a buscar.
Golpe, detención y exilio
A los jefes de servicio del Posadas los convocaron a una reunión el 28 de marzo de 1976. Era domingo. Apezteguía llegó, vio el despliegue militar, le dijeron que no podía entrar e insistió porque tenía esa reunión a la que supuestamente iba a asistir el nuevo secretario de Salud Pública de la Junta. En su lugar apareció Bignone, delegado de la Junta en el Ministerio de Bienestar Social. Se paró ante los médicos y les dijo que tenía conocimiento de la “actividad subversiva” en el Hospital y que estaba dispuesto a acabar con ella. Al salir de la reunión, Apezteguía se puso en la fila para pasar por las listas. Estaba ahí. A punta de fusil, un militar lo retiró de la cola y lo llevó a un patio interno del centro médico. Al tiempo se le sumaron otros colegas.
A él lo subieron a un patrullero con Camilo Campos, uno de los integrantes del equipo de clínica médica y quien había sido parte del comité que lideró el hospital cuando los trabajadores lo habían tomado en la primavera camporista.
—¿Para qué vamos tan rápido si nosotros no tenemos ningún apuro? –bromeó Campos, que estaba sentado al lado contra una de las ventanillas del coche de policía.
—Quedate tranquilo, Carlos –insistió—. Cuando volvamos, volvemos en descapotable.
Estuvieron en Coordinación Federal hasta el 2 de abril de ese año. Después vino la cesantía y más tarde el exilio en Murcia, España.
Volvió con su familia en 1981. Lo llamó un amigo al que había conocido cuando era estudiante en el policlínico Presidente Perón de Avellaneda para decirle que la Confederación Médica de la República Argentina (COMRA) iba a elevar un petitorio para que la dictadura reincorporara a los médicos que habían sido dejado cesantes. Había que ir a llenar un formulario.
—¿Te parece? –le preguntó Apezteguía.
—Sí, porque es un deber de militantes.
La dictadura tomó el petitorio que incluía los casos de más de 300 médicos y decidió reincorporar a dos. Uno fue Apezteguía.
Volver
Zulema Chester tenía 13 años cuando una patota del grupo SWAT – como los trabajadores del hospital llamaban a la guardia de seguridad– entró a su casa y se llevó a su papá, Jacobo Chester, empleado de estadísticas. Su mamá, Marta Chester, también era empleada del policlínico Posadas y siguió trabajando allí. Las dos transitaron durante la dictadura esos pasillos buscando respuestas.
“A Carlos lo conoció cuando volvió al país”, cuenta Zulema. “Pidió reunirse con los familiares de desaparecidos del hospital y así, con solo pedirlo, nos convocó a todos”.
Ella trabaja en el Posadas desde que Apezteguía ocupaba la dirección y decidió acompañar un pedido de ella y de Adrián Cuello, hijo de otra trabajadora desaparecida, para que trabajaran allí los hijos de quienes habían sido víctimas del terrorismo de Estado. El homenaje del último jueves lo organizó Zulema, pero también estuvieron otros hijos: Alejandra Roitman –la hija del médico cuyo cuerpo encontró el Equipo de Antropología Forense (EAAF) enterrado en el predio del hospital el año pasado– y Daniela Ruiz Vargas, hija de Josefina Pedemonte y una de las trabajadoras cuyos contratos la dirección del Posadas decidió, también, rescindir.
La mamá de Zulema no pudo estar en el homenaje, pero sí recordó cómo Apezteguía los reunió y armó la comisión de derechos humanos cuando se acercaba el fin de la dictadura. “Desde que volvió de su exilio, se dedicó a acompañarnos y formó la comisión de derechos humanos del Hospital Posadas reuniendo a los familiares y trabajadores exiliados. Cuando regresó al país, encontró a familiares desorientados y comenzó entonces a acompañarnos, tanto a los juzgados como a las marchas”, relata.
Marta también tiene presente que Apezteguía fue con ellos a dejar su testimonio ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). “El lema Nunca más un centro de muerte en un centro de vida lo propuso él”.
¿Y ahora?
Apezteguía volvió como médico clínico antes del final de la dictadura. Concursó para volver a tener el cargo que le sacaron cuando lo echaron en el ’76: coordinador de la terapia intensiva. Por años fue jefe de ese servicio y, en los últimos tiempos, fue el coordinador del comité de bioética del Posadas. Fue parte del dream team del hospital público, como lo definió una de las médicas que estuvo en el homenaje. Pero hay otro dato nada menor: es el médico de Nora Cortiñas, referente incansable de Madres de Plaza de Mayo – Línea Fundadora.
Norita llegó temprano el jueves al Posadas. Se sentó entre quienes esperaban un turno. La cita era a las 12, pero ella se adelantó unos cuantos minutos para ver cómo arrancaban los preparativos para hacer bajar a Apezteguía. Se puso el pañuelo blanco y lo esperó a la salida del ascensor para acompañarlo por el pasillo donde decenas de trabajadores se reunieron para aplaudirlo.
“Mi médico y mi consejero, aunque yo no le hago caso”, se ríe Norita.
—No podés viajar, me dice, y yo después lo llamo desde el lugar al que me fui –dice divertida Norita, aunque rápido se pone seria: “Yo lo llamaba a cualquier hora, a toda hora estaba. Es como si fuera un hijo. Lo que más lamento es la modalidad humillante de las autoridades del Hospital, pero este gobierno que nos quiere avasallar no va a poder con este pueblo que resiste y tiene memoria”.
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