Premios y castigos
Sufragios endogámicos: el establishment elije a sus voceros
El último lunes el grupo La Nación difundió el listado de los ganadores del premio a los periodistas más respetados e influyentes del 2021. El ganador, por segundo año consecutivo, fue el columnista del medio que anunció el ranking, Carlos Pagni, que fue secundado por Joaquín Morales Solá, Jorge Fernández Díaz, Hugo Alconada Mon y Jorge Liotti, Marcelo Longobardi, Jorge Lanata, Ernesto Tenembaum, Víctor Hugo Morales y Luis Novaresio.
El relevamiento fue elaborado por la consultora Poliarquía, propiedad de Alejandro Catterberg y Eduardo Fidanza, que fungen a su vez como asiduos columnistas del medio donde se conoció la premiación. El estudio, señala el escueto informe metodológico de la consultora, consistió en realizar consultas a 200 personas caracterizadas como “dirigentes nacionales, provinciales y locales; legisladores; empresarios; periodistas y comunicadores; académicos e investigadores de universidades públicas y privadas; consultores y profesionales”. La encuesta se llevó a cabo entre el 3 y el 14 de diciembre, y los consultados fueron seleccionados aleatoriamente de un amplio listado de líderes y formadores de opinión.
La ficha técnica no explica cómo se elaboró la base de datos ni los porcentajes de los votos obtenidos por cada uno de los agraciados. Los resultados, sin embargo, se revelan como notables cuando se observa que el 50 por ciento de los elegidos pertenece al mismo medio en el que se difundió el listado. Pagni fue nominado como mejor periodista por segundo año consecutivo. Lejos quedó la causa de espionaje por la que fue procesado en 2012, por encubrir el hackeo de correos electrónicos de funcionarios, políticos y empresarios, entre ellos el de la entonces Presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Junto a él habían sido imputados el ex titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) durante el menemismo, Juan Bautista Tata Yofre, y otros agentes de esa dependencia tan afín al espionaje desarrollado posteriormente por el macrismo. Su elección como mejor periodista por Poliarquía coincide con el quinto aniversario de su desprocesamiento dictado por los magistrados de la Sala III de la Cámara de Casación: Mariano Hernán Borinsky, Liliana Elena Catucci y Eduardo Rafael Riggi. La medida que benefició a Pagni y al resto de los imputados fue dictaminada –para abreviar el escándalo– una vez que asumió Mauricio Macri, en 2016.
El otro dato sintomático es que ocho de los diez elegidos son empleados de alguna de las propaladoras comunicacionales pertenecientes a la trifecta mediática (Clarín, La Nación e Infobae). La mitad de los laureados son empleados del grupo donde Macri invirtió parte de su ahorros –según denunció una de las accionistas de La Nación, Esmeralda Mitre–, y la totalidad trabajan en medios porteños. La nómina, por último, exhibe una peculiaridad burda, omitida por quienes difundieron con algarabía el listado: la ausencia total de mujeres.
El ranking –además de su obvia inconsistencia metodológica– ejemplifica de forma categórica la pertinencia del neologismo anglófono mansplaining –compuesto por las palabras man y explaining– que se define como “la actitud discursiva machista dispuesta para inferiorizar a las mujeres de manera discursiva y condescendiente”. La incorporación de Víctor Hugo Morales en el conjunto de los seleccionados no hace más que poner en evidencia el célebre artilugio descripto por Roland Barthes como la vacuna, consistente en añadir un componente ajeno al universo con el objeto de disimular la obvia homogeneidad buscada.
La estrategia de las premiaciones mediáticas, elaboradas por las propias corporaciones para ubicarse como portadoras de autoridad, exigen sufragios endogámicos: se les solicita a los integrantes del establishment que elijan a sus voceros para construir una legitimidad al servicio del modelo neoliberal que defienden. Exhortan, de forma insistente, a desvalorizar cualquier normativa que limite a los sectores más privilegiados. Caracterizan esas normativas como una afrenta contra la sociedad toda. Adicionalmente, sugieren que las grandes mayorías limitan sus oportunidades de convertirse en emprendedores exitosos y potenciales innovadores de unicornios.
Una parte sustancial del dispositivo, que la oposición utiliza para influir en amplias capas sociales –más allá de las fronteras de sus inherentes sectores privilegiados–, consiste en desplegar operaciones convergentes, en las que participan periodistas, empresarios y magistrados. Mientras los CEOs corporativos exhiben su éxito empresario como la evidencia incontrastable de las bondades del proyecto neoliberal, facultan a sus voceros mediáticos a difundir el dogma de la austeridad neoclásica: la precarización, la desocupación y la inflación son el resultado de la mala praxis gubernamental. Instruyen a los propagandistas, además, a cuestionar la emisión monetaria e invisibilizar las embestidas contra la moneda local, generadas por su huida del peso hacia el dólar. Para completar el relato, insisten en divorciar las reiteradas crisis económicas del país del endeudamiento, la fuga de capitales, la evasión fiscal y/o la falta de inversión estratégica en el país.
La santa alianza
Según la fraseología utilizada por los laureados periodistas, las regulaciones decididas por los gobiernos populistas no hacen más que impedir la propagación del éxito económico, estimulado por la meritocracia. Los adalides gráficos, televisivos y/o radiales insisten además en caracterizar al mundo corporativo como la panacea que el peronismo/kirchnerismo se niega a irradiar en la sociedad. Para concluir, exhiben a la Asociación Empresaria Argentina (AEA), la Unión Industrial Argentina (UIA) y la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) como desinteresadas ofertantes de puestos de trabajo, omitiendo –ex profeso– que su única aspiración es la maximización del rendimiento de sus inversiones. Los objetivos de esos mandantes son claros:
- Empoderar a los voceros neoliberales como los legítimos para caracterizar la realidad cotidiana, dotándolos de suficiente legitimidad como para eximir de toda responsabilidad a los sectores privilegiados.
- Legitimar las lógicas corporativas, invisibilizar sus miserias y convertir a los empresarios en el paradigma del buen ciudadano. Expulsar de la agenda pública las pujas distributivas y los conflictos de intereses que enfrentan al 5% de la sociedad al 95% restante.
- Aleccionar sobre las bondades de la interacción mercantil (el mercado) como la única relación eficiente y válida para regular los intercambios sociales.
- Generar suspicacias en torno a las búsquedas de soluciones promovidas por acciones colectivas politizadas –impulsadas por partidos, sindicatos y/o movimientos sociales–, detallando de forma obsesiva sus faltas, errores y contradicciones.
- Sembrar desconfianza en torno a la capacidad del Estado para regular al mercado.
- Destruir el vínculo de las mayorías populares con referentes que resisten las imposiciones de los grupos concentrados (en la actualidad, claramente, respecto a Cristina Fernández de Kirchner). Parte de esta tarea se instituye desde hace años mediante la estigmatización e incluso la criminalización. Los chavistas, mapuches, planeros e incluso los kirchneristas son etiquetados y demonizados para fraccionar a los sectores populares en aras de una hegemonía mercantil que disimula sus intereses, sus beneficiarios y sus víctimas.
- Fragmentar a los sectores populares para desarticular sus identidades colectivas. Este mecanismo se consolida a través de la precarización, el debilitamiento de los sindicatos y la sustitución reiterada de la palabra pueblo por el término gente. El paso subsiguiente consiste en contribuir al estallido de lo social, distinguiendo únicamente individuos. Instalado el escenario donde lo comunitario deja de tener relevancia, se consolida el debilitamiento de la política, entendida como construcción colectiva del bien común.
- Forjar desconfianza en torno al protagonismo popular para conquistar derechos, instituyendo una subjetividad reacia a los proyectos colectivos. La caracterización de todas las iniciativas populares será asociada, implícita o explícitamente, a lógicas brutales, violentas o mafiosas (tal como suelen etiquetar a las decisiones de quienes asumen luchas gremiales y/o sindicales).
- Estigmatizar a la militancia para reducir su libre asociación y participación democrática.
- Farandulizar lo político para inscribirlo en las tramas de la frivolidad, deteriorando su potencia como motor de cambios sociales. Se ofrece una variada oferta de divertimientos articulados con el debate público, donde las decisiones gubernamentales se discuten con la misma rigurosidad y circunspección que los divorcios de famosos, los amoríos de las vedettes y/o el estreno de las miniseries. Gracias a esas hibridaciones, se instituye una imagen de lo político asociado a lo trivial, expulsivo de toda convicción o compromiso ético.
En paralelo a la legitimación del pensamiento único neoliberal, fracciones del Poder Judicial acompañan con sus dictámenes el incremento del poder concentrado de quienes empoderan a estos periodistas. La última semana, la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal suspendió el decreto que declaraba a las telecomunicaciones como servicios públicos esenciales. En agosto de 2020 el Presidente Alberto Fernández había decretado el acceso a las tecnologías de la información y las comunicaciones (TICs) como un servicio público. Eso implicaba que los valores del servicio no iban a ser fijados unilateralmente por las empresas, sino que iban a ser autorizados por el Estado en el marco de estudios previos de costos, de los beneficios empresariales y del poder adquisitivo de la población. Esa medida incluía además la Prestación Básica Universal (PBU) para las personas de menores recursos. La trifecta es la gran beneficiaria de esta nueva medida judicial.
La picadora de lazos
El neoliberalismo requiere de forma imprescindible la fragmentación de las identidades. Y para lograr ese objetivo dispone una serie de dispositivos culturales y comunicacionales entre los cuales se destaca aquello que el establishment denomina como periodismo. El modelo hegemónico del capitalismo actual opera en dos líneas al mismo tiempo: por un lado resquebraja el Estado y el fundamento político que lo instituye. Y por el otro busca definir subjetividades acordes con esa tarea: patrocina subjetividades en competencia, en lucha darwiniana por el éxito, endiosa unicornios empresariales, postula el reconocimiento y la visibilidad pública como formas opuestas a toda articulación social o comunitaria.
El objetivo de la comunicación neoliberal –cuyos intérpretes guionados son la inmensa mayoría de los premiados– consiste en producir subjetividades aisladas, pendientes de trayectos y proyectos individuales. Modelando personas incapaces de forjar redes, ajenas a toda organización y refractarias a cualquier compromiso con la otredad. Los medios concentrados buscan exaltar la particularidad (la novedad, la primicia, la velocidad) con ese objetivo cariocinético, utilizando para ese propósito la des-historización de las luchas sociales.
La comunicación que propician los empleados de la trifecta suprime, de esa manera, los grandes problemas humanos al quitarle ligazón con el pasado. Deteriora la comprensión sobre las agendas prioritarias (la desocupación, la precariedad, la desigualdad, el poder creciente de las corporaciones, la lógica patriarcal, la devastación del medio ambiente, etc.) y las sustituye por los sucesos casuísticos y las emergencias cotidianas desconectadas unas de otras. Propaga, de esa manera, un continuo conjunto de datos aislados que llevan a la confusión, al derrotismo y la sensación de que es imposible modificar el presente y el futuro.
Noam Chomsky lo señaló de forma sintética y lúcida: “El propósito de los medios masivos […] no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante”.
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