Con los textos que escribí este año para El Cohete me pasa lo mismo que con los hijos y los libros: no encuentro forma de privilegiar a unos por encima de otros. Los quiero a todos, con su singularidad irrepetible y también con sus defectos. Llegué a considerar la posibilidad de darle intervención al azar (revolear una moneda, bah), pero antes de caer en ese extremo me decidí por este texto sobre Marilyn Monroe, que durante 2021 debió haber cumplido 95 años. ¿Y por qué lo elegí? Porque cada vez que pienso en ella se me dibuja una sonrisa en el rostro, como por arte de magia. Y si algo necesitamos a esta altura del año, después de lo que nos costó remontarlo, es una sonrisa. Ojalá lo lean y ella les inspire lo mismo que a mí.
En vez de Perico come papilla o Esa nena es Ana, mi primer libro de lectura podría haber dicho tranquilamente: Mi mamá ama a Marilyn. Texto que, sin dudas, habría sido acompañado por el dibujo de una mujer rubia, curvilínea y de sonrisa esplendente, cuyas faldas desafiaban las leyes de la gravedad. Porque además de colaborar con mi aprendizaje de las consonantes bilabiales —eme, decimotercera letra del alfabeto, hija de una letra fenicia que significaba agua y se dibujaba como una sucesión de ondas—, la frase expresaría una verdad que resultó fundante en mi vida. Entre las primeras cosas que entendí de mi madre, una fue que adoraba a Marilyn Monroe. Que a esa altura ya estaba muerta, porque murió cuando yo todavía no había cumplido seis meses. O sea que, en la práctica, Marilyn nunca estuvo no-muerta para mí. Lo cual podría haber rellenado otra página de mi libro de lectura imaginario: Marilyn Monroe se mantiene muerta, esta vez en compañía del dibujo de una cama desordenada debajo de cuya sábana asoma, yerta, una mano manicurada.
¿Por qué amaba mi madre a Marilyn? No recuerdo que lo hayamos conversado y ya no puedo preguntárselo. Pero juraría que el suyo no era un amor apesadumbrado. Cuando la veíamos aparecer providencialmente en una revista o en la tele no se ponía triste, no hablaba de ella así como se habla de una víctima ni maldecía la mala vida o el consumo de barbitúricos. Al contrario: aún muerta, Marilyn le arrancaba sonrisas. Mi madre creía ya en esa sobrevida que confiere el cine a sus estrellas y la veneraba, convencida de que en su cielo en CinemaScope Marilyn sería eterna.
Mientras me pregunto estas cosas, hago cálculos. Las primeras películas en las que Marilyn asumió protagónicos son del ’53 (Niágara, Los caballeros las prefieren rubias), lo cual sugiere que mi madre la descubrió cuando era adolescente. Le habrá dado un modelo al que aspirar, presumo. En algún momento aquella chica de largos cabellos castaños que saltó del Normal 4 a estudiar odontología se convirtió en una rubia de melenita ondeada que no llegaba a tocar sus hombros. Hoy diríamos que Marilyn la empoderó. Mi madre había envidiado siempre a su madre, mi abuela, que era alta, delgada y elegante. Y de repente apareció alguien que le permitía no avergonzarse de su estatura promedio y de su tendencia natural a las curvas. (Mi madre, como Marilyn, sabía cómo rellenar un pulóver.) Razón por la cual imagino que mi padre se enamoró de la versión que mi madre produjo de sí misma a imagen y semejanza de Marilyn. Acá se estrenó Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, la antológica comedia de Billy Wilder) en abril del ’59. Mis padres se casaron al año siguiente. Desde su foto de estudio como novia, mi madre posa en eco de un modelo inequívoco: la figura de reloj de arena, la melenita rubia llena de ondas.
Otro punto de contacto entre ambas fue el efecto del cine sobre sus vidas. «El mundo que tenía alrededor no me gustaba, porque era siniestro», dijo Marilyn en una entrevista. «Algunas de las familias sustitutas con las cuales vivía me mandaban al cine para sacarme de la casa y yo me quedaba ahí sentada, todo el día y parte de la noche. En las primeras filas, delante de la pantalla enorme, una niñita sola: ¡me encantaba!» La pequeña Norma Jeane Mortenson se parecía mucho a la mujer que interpretó Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo (1985): alguien que necesita evadirse de su miserable circunstancia y sólo puede hacerlo dentro de un cine, por obra y gracia de una entrada que —¡milagro!– cuesta centavos. Y Norma Jeane, la futura Marilyn, tenía mucho de qué escapar: su orfandad de padre, la inestabilidad mental de su madre, los orfanatos, los abusos sexuales a manos de aquellos que debían cuidarla —el primero de ellos a los 8 años—, la falta de perspectivas de futuro… pero para construir futuro, para proyectarlo, estaba el cine. En apariencia, la infancia y juventud de mi madre no pudieron ser más distintas de la experiencia de Marilyn. Por lo pronto, contó con sus dos padres y nunca le faltó nada material. Pero el cine le producía la misma unción. Ante una película que la conmovía, se transfiguraba.
Para ser sincero, me transmitió esa fe mejor que la formalmente religiosa. De hecho se apresuró a catequizarme, de modo que pudo haber sido contraproducente. La primera experiencia le produjo frustración, como resultado de su mal cálculo. Me llevó a ver La novicia rebelde cuando yo tenía tres años. Debo haberme deslumbrado al comienzo, pero a medida que se sucedían las canciones y las amenazas de los nazis todo se volvió tedioso y me quedé dormido —dura tres horas, la película— y ella se ofendió. Conmigo. A los —insisto— tres años. Estaba indignada, tengo el vago recuerdo de escucharla protestar en casa, socializar la ingrata experiencia que le había deparado.
No pregunten cómo, porque no lo recuerdo, pero eventualmente entré por el aro y me enamoré del cine. Es de las pocas devociones que el tiempo no corrompió. Al contrario, en este tiempo de pandemia se ha vuelto una de las pulsiones de vida más poderosas: creo que cuando vuelva a sentarme en una sala a ver una película voy a llorar, aunque se trate de una película de los Minions. A fin de cuentas, me llamo como me llamo por culpa de un personaje de película: el tribuno Marcellus que interpretaba Richard Burton en El manto sagrado (The Robe, 1953) — ¡el primer film en CinemaScope! Aquel de la película era un romano que se convertía a la fe cristiana, el de la vida real era un pibito a quien su madre adoctrinó en la religión de la luz, que en aquel tiempo todavía se llamaba, un tanto pomposamente, Séptimo Arte.
Es fácil imaginar qué clase de refugio encontraba Norma Jeane en la sala del cine. Me pregunto si mi madre habrá buscado allí escape de dolores de los cuales nunca supe, ni sabré ya. Lo que sí sé es que cuando hablaba de Marilyn sus ojos se iluminaban, y que nunca se refería a ella sin una sonrisa en los labios. Yo no registro a qué edad terminé viendo una película con Marilyn por primera vez. Durante mucho tiempo fue una estampita, nomás, y eso era más que suficiente. La protagonista de la biografía en inglés que mi madre había dejado en lo de mis abuelos, cuando se casó. La chica de tapa del ejemplar de la revista Life que siempre yiraba por casa. La actriz que mi madre adoraba —como adoraba a Montgomery Clift y al Sinatra cantante— sin dejarme otra salida que adorarla también, por carácter transitivo.
Esta semana hubiese cumplido 95 años, Marilyn. Murió a los 36.
Mi madre murió a los 50 y pocos. A menudo pienso cuánto habría disfrutado de cosas que tuve la fortuna de hacer o lograr cuando ella ya no estaba. («Mirá, mamá: escribí varias películas y todos estos libros. ¡Le hablé de vos a Liza Minnelli y me dio un abrazo!») Pero lo que hoy le diría es que se quedase tranquila; que el tribuno Marcellus no ha renegado de su fe y que en esta casa se venera, aún, a Marilyn Monroe.
Let’s Make Love
Marilyn supuso una revolución en su momento. Por supuesto que las bombas rubias del cine ya existían antes de su irrupción. Ella solía decir que Jean Harlow, de quien había tomado el corte de pelo y la tonalidad casi platinada, era su ídola. (Marilyn apeló a la especialista que había trabajado con la estrella de los ’30, para teñirse del mismo color.) También admiraba a la pulposa Mae West, de quien requirió el humor para hacerse cargo de su sensualidad. Pero el ícono Marilyn corporizaba otra cosa. Hasta entonces, en la Hollywood mojigata de los años previos a la guerra, la mujer sexy debía ser además peligrosa, como Veronica Lake, Mary Astor y Rita Hayworth: si te seducía era porque tramaba cagarte, o cuanto menos usarte. Pero durante la euforia sexual de posguerra que dio lugar al baby boom, en los Estados Unidos —una nación victoriosa, exultante, que por primera vez se sentía en la cima del mundo— Marilyn representaba algo más.
Por una parte simbolizaba a la chica de al lado: simple, accesible, carente de todo tipo de pretensión, la poster girl de la industria alimenticia local — blanca como la leche, rozagante. Nunca escamoteó las fotos de la Norma Jeane pre-Marilyn, la imagen del antes, así como Charles Atlas promocionaba la imagen del alfeñique de 44 que había sido pero poniéndole al lado la foto del después, del superhombre en que se convirtió después de entrarle duro al gimnasio. En el ’52 era apenas una starlet, una piba cuya cara y curvas sonaban conocidas, cuando empezaron a circular las fotos en cueros para las que había posado en el ’49. Para cualquier otra eso significaba una mancha, un torpedo por debajo de la línea de flotación de una carrera incipiente. Pero, de acuerdo con el estudio para el que trabajaba, Marilyn dijo que en efecto era ella y que lo había hecho en un momento en el que no tenía un peso. A partir de entonces, se le perdonó todo. Se la consideraba una buena chica que afrontaba con espíritu alto las indignidades que suponía vivir en este mundo de hombres.
Pero por otro lado, Marilyn Monroe era una creación artificial, de pies a cabeza: una construcción simbólica de autoría colectiva, hecha en comité por los fabricantes de imagen de los estudios y la misma Norma Jeane, que sabía mejor que nadie cómo sacar jugo a sus fortalezas y convertir sus limitaciones en atributos. Norma Jeane inventó e interpretó a Marilyn a la perfección. El personaje completo recién se mostró al mundo en Niágara: el peinado, las cejas anchas y oscuras, los labios de un rojo pecado, el lunar triangulando entre su nariz y su boca. En la película simulaba estar desnuda debajo de una sábana, lo cual resultaba escandaloso, pero ni siquiera le hacía falta desvestirse para llamar la atención. La escena más famosa es una en la cual, durante treinta segundos, no hace más que caminar, alejándose mientras sus caderas se bambolean. A partir de Niágara, quedo claro que Marilyn era insoslayable, lo que no podías dejar de mirar: los clubes de mujeres —que existían, eran un movimiento— la miraban para acusarla de inmoral, y los hombres por razones que huelga explicar.
La segunda película que estrenó aquel año, Los caballeros las prefieren rubias, presentó al mundo el estereotipo que terminaría por identificarla. En Niágara había sido una femme fatale, pero en esta interpretaba a una blonda cabeza hueca, que no percibe los efectos sísmicos que su sensualidad produce por donde pasa; fue allí también donde patentó el uso de una voz aniñada, que colaboraba con su pretendida inocencia. Pero Norma Jeane era consciente del efecto que el personaje provocaba, y lo usó con la misma habilidad que Errol Flynn empleaba su espada (quien quiere leer aquí una doble intención, puede) o John Wayne su Colt; y la tercera película de ese mismo año, Cómo atrapar a un millionario, cimentó el prototipo. (Este fue el segundo film en CinemaScope — o sea, el que vino después del determinante El manto sagrado. Miren cómo vengo a entender por qué he tendido a vivir una vida en pantalla gigante.)
No es casual que a fines de ese año haya salido a la venta por primera vez una revista llamada Playboy, que llevaba a Marilyn en la tapa y en el centerfold de su debut —las páginas desplegables del medio— uno de los desnudos de cuerpo entero tomados en el ’49. Fue desde el perfecto dominio de su personaje que inauguró eso de las respuestas ocurrentes ante la prensa, que poco después Los Beatles y Muhammad Ali elevarían a la categoría de arte. Cuando un periodista le preguntó qué llevaba puesto durante la sesión fotográfica del ’49, Marilyn respondió: «La radio».
Marilyn era sexo en estado puro, químicamente destilado. Pero lo era de un modo distinto al que el público estaba acostumbrado. En tiempos de guerra, cuando las que llenaban las salas de cine eran las mujeres, las pantallas ofrecían un modelo doble: las minas duras, inteligentes, que disparaban frases perfectas como metralletas —las Barbra Stanwyck, Bette Davis, Katherine Hepburn— y las mujeres fatales que condenaban a la perdición. Marilyn inauguró una tercera vía: una mujer que representaba una sensualidad a flor de piel, explosiva, pero a la vez nada peligrosa. La suya era una sexualidad que aparecía saludable, acogedora: a pesar de todo el artificio que confluía en la construcción del ícono Marilyn, su encanto personal —lo humano intransferible, aquello que ninguna fábrica de imágenes puede crear— comunicaba un sex appeal natural, terrenal, con algo de pachamamesco, como si dijese desde la más absoluta de las espontaneidades: Vení, cojamos y después seguimos charlando.
Repaso la lista (por supuesto) incompleta de sus parejas, sus tres maridos —James Dougherty, con quien se casó a los 16; Joe Di Maggio, el Maradona del béisbol de entonces, y Arthur Miller, uno de los intelectuales más comprometidos de su era— y sus amantes: el ejecutivo de Fox Joseph Schenck, el vicepresidente de la William Morris Agency —una compañía de representación de talentos— Johnny Hyde, Elia Kazan, Nicholas Ray, Yul Brynner, Peter Lawford, Marlon Brando, Yves Montand (ahora que lo nombro, se me ocurre que el primer film de Marilyn que vi entero en la tele fue Let’s Make Love, donde actuaban juntos), Frank Sinatra y —todo lo señala— más de un Kennedy. Y me pregunto cómo fue posible que una mujer se permitiese ser tan despreocupadamente activa en el terreno sexual, durante aquella era tan pacata, sin terminar estigmatizada. La única respuesta que se me ocurre es que, por debajo de su imagen craneada y controlada hasta el más mínimo detalle, se percibía la existencia de una mujer independiente que luchaba por hacer la suya en un mundo cuyas reglas habían sido escritas por tipos. Por supuesto, también había mujeres que no toleraban esa independencia. Molly Haskell, que era feminista y fue crítica de cine del Village Voice, dijo que Marilyn era menos popular con las mujeres porque «no podían identificarse con ella y no la apoyaban», algo que —siempre según Haskell— habría cambiado después de su muerte.
Es obvio que Molly Haskell no conocía a mi mamá.
La estrellita rebelde
La historia oficial pone en primer plano la fragilidad emocional de Marilyn, que era fácil definir como herencia materna y atribuir también a su penosa infancia. Eso explicaba su conducta errática en el terreno profesional: la tendencia a llegar tarde o saltearse días de rodaje, a olvidar las frases que el guión le marcaba, a pedir infinitas retomas. También fundamentaba su dependencia de una serie de muletas: las drogas y el alcohol, su psiquiatra Ralph Greenson, su coach de actuación (primero Natasha Lytess, después Paula Strasberg) sin la cual no daba ni un paso en el set de filmación. Pero los rumores sobre su inestabilidad habían sido detonados por los mismos estudios (o sea: por hombres), por una razón muy simple: Marilyn no estaba dispuesta a obedecer sin chistar los dictámenes de productores y directores.
A comienzos del ’54, después de meter esos tres bombazos en la taquilla que fueron Niágara, Los caballeros los prefieren rubias y Cómo atrapar a un millonario, seguía encadenada a un contrato de 1950 que significaba paga menor que la de sus coestrellas femeninas y la imposibilidad de elegir sus proyectos. Marilyn se negó a seguir haciendo de minita en un proyecto llamado The Girl In Pink Tights —literalmente, La chica de las calzas rosas— y el capo de la Fox, Darryll F. Zanuck, la suspendió. Lo cual se convirtió en tapa de todos los medios de la industria. Pero en vez de arredrarse, Marilyn demostró que era al menos tan lista como Zanuck. Se casó el 14 de enero con Di Maggio (insisto, era como casarse con el Diego), hicieron luna de miel en Japón pero de allí ella fue a Corea —en plena guerra— y cantó para los marines durante cuatro días. A su regreso a casa, una revista muy difundida, Photoplay, le dio un premio por ser «la estrella femenina más popular». En marzo Zanuck hocicó, Marilyn obtuvo la promesa de una renegociación y un bono de 100.000 dólares y el protagónico en una película que sí le interesaba, La comezón del séptimo año.
Emmeline Snively, dueña de la agencia de modelos en la que hizo sus primeras armas, decía que Marilyn había sido una de sus trabajadoras más ambiciosas y responsables. Aun cuando podría haberse recostado sobre su belleza física, se tomó el trabajo de formarse y de estudiar actuación: primero con Michael Chekhov —sobrino de Anton y discípulo de Stanislavski—, luego con los Strasberg de la dinastía del Actors Studio. Intervino en la creación de su personaje público, esa mujer a la que todas las pantallas, incluyendo la de CinemaScope, le quedaban chicas. El personaje lo bautizaron a medias entre Ben Lyon, el ejecutivo de Fox que convenció al renuente Zanuck de contratarla, en honor a la estrella de Broadway Marilyn Miller; y ella misma, que quiso conservar el Monroe que era apellido de soltera de su madre. El nombre en sí mismo, a caballo de la misma consonante bilabial, te llenaba la boca aunque la tuvieses vacía: es el sonido de todo arrullo, de lo entrañable desde el origen («Madre es ‘ummm en árabe, Mutter en alemán, mat en ruso», escribí en Kamchatka), la música sin la cual no habría om y por ende no habría calma, lo que define si algo es o no sabroso — y Marilyn Monroe era sabrosa por partida doble.
Ella sabía lo que había que hacer, y cómo, para moverse en esa industria despiadada, y así lo hizo. Subrayo: siempre sola. Se metió en el bolsillo a las chismosas profesionales como Louella Parsons y convirtió cada encuentro con la prensa en una ocasión, ya fuese a cuenta de una respuesta ocurrente o del oportuno estallido del bretel de un vestido. Cuando terminó de filmar La comezón del séptimo año, y dado que Zanuck no cumplía con sus promesas, se consideró eximida del contrato con la Fox y fundó su propia productora, movida que muchos consideraron «instrumental» en la decadencia del sistema basado en los grandes estudios. ¿Una estrella enorme, y para más datos mujer, que se declaraba liberada de la tutela de los zares del cine? La relación con Miller, el autor de Las brujas de Salem y La muerte de un viajante, fue otro paso que muchos consideraron intolerable, dado que el dramaturgo estaba siendo investigado bajo sospechas de ser comunista. Por esa razón el FBI abrió un archivo sobre Marilyn, lo cual significa que empezaron a espiarla como a tantos otros artistas.
Pero esos gestos de independencia no significaban haberse librado de la custodia y la subestimación de los hombres. Una de sus primeras películas como productora fue El príncipe y la corista, para la cual contrató como director y co-protagonista al prestigioso Laurence Olivier. (Hoy puedo decirlo sin avergonzarme: a pesar de considerarme un admirador eterno del Shakespeare a quien debió su fama, Olivier siempre me pareció infumable.) El muy retrógrado fue y encaró a la mujer que no sólo era su co-estrella, sino además su dirigida y ante todo la productora del film, y le dijo: «Vos limitate a ser sexy». Por fortuna, otras experiencias fueron más gratas.
Marilyn Monroe Productions también financió Bus Stop, que dirigió Joshua Logan. Este hombre dudó antes de aceptar, porque a Marilyn ya le habían creado fama de difícil; pero después de la experiencia la comparó con Chaplin, por su capacidad de mezclar sin esfuerzo evidente lo trágico y lo cómico, y dijo que era «una de las personas más subestimadas del mundo». Algo similar pasó con Billy Wilder, que ya la había dirigido en La comezón. El rodaje de Some Like It Hot —que para nosotros es Una Eva y dos Adanes, y para los españoles Con faldas y a lo loco— supuso una crisis constante detonada por su comportamiento. Pero el resultado fue un clásico de la comedia, y con los años Wilder —que también era un complicado de aquellos— confesó: «En los últimos años hubo al menos diez proyectos en los que empecé a trabajar para después frenarme y pensar: Esto no va a funcionar, porque necesitaría a Marilyn… No existe nadie más en esa órbita: en comparación, todas las demás se ven triviales, vulgares».
Cuando se le mencionaban las dificultades de rodar con Wilder y sus co-estrellas Jack Lemmon y Tony Curtis, le bajaba el precio a la leyenda negra diciendo: «Yo no tenía nada de qué preocuparme, porque carezco de símbolo fálico alguno que poner en juego». En los hechos, fue la única estrella mujer de su tiempo que no vivió bajo la sombra de un macho dominante, como Rita Hayworth con Orson Welles y el príncipe Ali Khan y Ava Gardner con Sinatra; lejos de convertirse alguna vez en «la mujer de», fueron sus parejas las que tendieron a verse como accesorios. Recuerdo que en los ’90 conseguí entrevistar a Arthur Miller para Clarín, y que lo único del dramaturgo que le interesaba a mi jefe era su relación con Marilyn. (A mí también me interesaba, claro. ¡Pero no era justo reducir a uno de los autores más relevantes del siglo XX a su condición de ex marido!)
Las reglas del juego estaban claras, pero ella se las arregló (casi) siempre para volcarlas en su favor. Ya en Los caballeros las prefieren rubias se las había ingeniado para agregar al guión una frase propia, que podría haber definido la totalidad de su carrera: «Puedo ser inteligente cuando se trata de algo importante —dice su personaje, Lorelei Lee—, pero a la mayoría de los hombres no les gusta».
Era inteligente, una laburante de aquellas; y tenía visión. Hizo más que la mayoría de sus contemporáneos por mejorar el rol de la mujer en la estructura de poder de Hollywood. Pero careció siempre de una red emocional de contención. Y al aproximarse a los 40, imagino que las inseguridades empezaron a pesar demasiado. Quizás haya creído que, a pesar de sus esfuerzos por formarse como actriz, cuando su belleza menguase su talento no alcanzaría para garantizar el flujo de trabajo. Porque durante una década había funcionado como el símbolo de su país en esa era: joven, lozana, exultante, encantadora, pura potencia. Pero, al igual que los Estados Unidos, esa fachada radiante ocultaba historias de horror que seguían su procesión por dentro. Con el paso del tiempo se tornaría más difícil disimular la podredumbre que existía por detrás de la cerca blanqueada. Y entonces la seguridad que había perseguido toda la vida se esfumaría del todo, volvería a ser lo que siempre había sido — una quimera.
Pero así como me niego a considerar las teorías conspirativas que rodean su muerte, prefiero no especular más sobre sus motivaciones. Todo indica que el 4 de agosto del ’62 sintió que se le acababa la cuerda y se arrogó el derecho de retirarse del escaparate. Sólo lamento que no haya optado por hacer la gran Garbo, y mudarse a un cantón suizo donde se le permitiese volverse invisible. La sola noción de saberla viejita y soplando 95 velas pudo haber entibiado el corazón de muchos, este 2 de junio.
¿La amaba mi madre por alguna de estas razones que esbocé? ¿O la amó simplemente por lo que la hacía sentir cada vez que asomaba en una pantalla? ¿Y si la amó porque se enamoró, nomás, como tantos hacemos platónicamente con los artistas que nos deslumbran? No tengo elementos que me permitan sospechar otra elección de mi madre en materia de género, aunque sospecho que, de existir, no se habría animado a asumirla. (Si no se atrevió a desafiar a sus padres cuando le impusieron la carrera de odontología en lugar de medicina, como ella quería: ¿se habría animado a plantearles algo semejante?) Pero admito que me interesa la hipótesis, porque explicaría cabos sueltos; como el hecho de que mi padre, que la amó siempre, no haya percibido o querido aceptar que nunca la entendió del todo, que hubo algo esencial a ella que siempre se le escapó.
Si pudiese hablar todavía con mi madre, no sé si le preguntaría algo tan indiscreto. Pero sí le diría que el futuro que había proyectado a través mío cuando me llevó a ver La novicia rebelde tuvo sus tropiezos, sí, pero llegó a fruición; y que su fe no fue infundada, porque aunque el tiempo vuele seguimos amando a Marilyn.
Desde mi condición de Adán, preferiría que estas dos Evas siguiesen vivas en la carne además de en mi espíritu. Pero nadie elige del todo lo que ama. Uno ama lo que le pinta amar, aunque el ser amado se resista a hacer lo que le pedimos, aunque se niegue a plegarse a nuestros parámetros. Como decía Holly Golightly, la protagonista de Desayuno en Tiffany’s que Truman Capote soñó interpretada por su amiga Marilyn: «Es un error en el que todos caemos, ese de amar a una criatura salvaje». Puede ser, ¿pero qué gracia tendría pasar por esta vida sin haber probado de ese licor?
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