Reconstruir la equidad
Se requiere un piso de justicia debajo del cual nadie debería estar condenado a vivir
Hace años me dedico a cuestiones relacionados con la seguridad social y siempre ha llamado mi atención la dedicación y el espacio que los medios de comunicación brindan a la necesidad de incrementar los haberes jubilatorios para mantener un nivel de compra aceptable y sostenido en ese universo de personas, objetivo obviamente necesario pero que contrasta fuertemente con la falta total de algún mísero párrafo, de vez en cuando al menos, dedicado a aquellos que se encuentra directamente fuera de todo sistema.
La suficiencia de los haberes jubilatorios para afrontar las necesidades económicas, al menos mínimas, debe representar un objetivo permanente de todo gobierno y una demanda constante de la sociedad en su conjunto. Pero en paralelo, corresponde dedicar, con idéntico encomio, un gran esfuerzo a la incorporación de aquellos que están fuera del sistema, sea porque no tienen aún edad para jubilarse y se encuentran desocupados o con escasas oportunidades de conseguir un empleo pero cuentan con una determinada cantidad de años de aportes, sea porque cuentan con los años de aportes y se encuentran desocupados pero aún no han llegado a la edad jubilatoria , sea porque no tienen los aportes suficientes pero tienen la edad jubilatoria, o bien sea porque no tienen ni los aportes ni la edad requerida, pero se encuentran en estado de indigencia o de pobreza que amerita atender.
Nuestro sistema de protección social está construido sobre el paradigma del seguro social. Esto quiere decir que para tener derecho hay que sumar aportes, en el caso de nuestro país 30 años de aportes y un mínimo de edad: 60 años las mujeres y 65 los hombres, con una infinidad de casos que no cumplen esos parámetros, dentro de los cuales el más patético es el de aquellas personas que no tienen los aportes ni los tendrán porque toda su vida trabajaron en el mercado informal, a las órdenes de empleadores que no les hicieron aportes y bajo un Estado que por distintas razones y circunstancias (contratos basura de los ‘90, escaso control laboral, flexibilización laboral, naturalización de la economía informal, etc.) permitió y en algunas épocas facilitó tal situación. Por ello, el paradigma básico de un esquema de seguro social, es decir tantos años con aportes y tal edad para acceder al beneficio, que fuera concebido en el marco de la revolución industrial y con una concepción de mercado laboral tradicional con pleno empleo, ha sido representativo para ese momento y tuvo vigencia durante varios años, pero hoy requiere ser revisado a la luz del desarrollo que implica para las sociedades el impacto de la tecnología y el progreso de la ciencia. Máxime si tenemos en cuenta que la cantidad de años con aportes requeridos se duplicaron durante la gestión de Menem/Cavallo, que modificaron los 15 años que se requerían en ese tiempo para pasar a los 30 actuales, situación que dejó sin cobertura a millones de personas que pasaron a transformarse en una marea de desocupados, ancianos y pobres de pobreza absoluta.
En los tiempos que transitamos han cambiado notoriamente las condiciones laborales, en la Argentina y en el mundo. Ya no existe el pleno empleo, las privatizaciones dejaron cientos de miles de desocupados o personas que cuentan con algunos años de aportes pero no los necesarios; el avance tecnológico trajo la robotización de los procesos y el reemplazo paulatino de los hombres por las máquinas; además la furia importadora destruyó millones de empleos industriales y la reconversión de los recursos humanos resulta lenta respecto de los ritmos requeridos por el avance tecnológico. Y para colmo, los economistas recomiendan y los gobiernos acatan, como medida prioritaria para fomentar la inversión patronal, la baja de las contribuciones patronales con el consiguiente impacto negativo en el esquema financiero del sistema. Este coctel perverso tuvo dos consecuencias: por un lado, la principal fuente de ingresos quedó aniquilada y los ingresos se vieron disminuidos hasta la asfixia, y por otro, la cobertura empezó un proceso de disminución inédito, que alcanzó al 10% sólo en los últimos ocho años del gobierno menemista. Todo ello fue el caldo de cultivo que llevó a la privatización del sistema previsional, que dejó a millones de personas en la indigencia. Durante el gobierno de Néstor y Cristina Kirchner, mediante el Plan de Inclusión Jubilatoria, se pudo corregir el tema de la baja cobertura, pero la llegada del neoliberalismo de la mano de Mauricio Macri volvió a agudizar el problema, con el agravante de que dejó a miles de jóvenes en la calle producto del cierre de cientos de empresas a las que se invitaba a cambiar el eje de su negocio para dejar de producir y dedicarse a importar productos manufacturados. Es decir, cambiar paulatinamente una economía de la producción por una economía del servicio, con el consabido impacto negativo en el mercado laboral y en el mercado de consumo interno.
Para completar un cuadro desolador, en marzo de 2020 se desencadenó la pandemia, que vino acompañada de muerte, desolación y pobreza. Si bien el fin de la misma parece avizorarse y una reactivación económica incipiente asoma en el horizonte, permitiendo imaginar que ese crecimiento naciente traerá algún alivio económico entre los que menos tienen, también es necesario asumir que ese será un camino largo y complejo.
El gobierno ha centrado su esfuerzo en la generación de empleo mediante incentivos de todo tipo, y ha basado la mejora en un incremento de los salarios de los trabajadores activos que ha estimado en el 4% anual. Este crecimiento salarial repercutiría significativamente en el ingreso de los beneficiarios de la seguridad social, ya que los aportes que hacen los trabajadores y las contribuciones que hacen los empleadores son la principal fuente de financiamiento para los beneficios de la seguridad social al estar doblemente valorados en la fórmula de movilidad jubilatoria, como ingreso directo de recursos mediante los aportes y contribuciones y como ingreso indirecto producto del incremento del consumo, que impulsa la recaudación impositiva con destino al sistema de seguridad social. Este esquema tendiente a mejorar la producción, los salarios y los beneficios de la seguridad social resulta absolutamente racional y merece ser valorado en su justa medida.
Pero a pesar de lo razonable del procedimiento descripto, resulta necesario considerar la magnitud de la crisis que dejó primero el macrismo y luego la pandemia, lo cual se refleja en números: hoy, en promedio, convivimos con tasas arriba del 40% de pobreza, y entre las personas jóvenes más del 48%. Sinceramente, datos patéticos.
Se dice que hay que convertir los planes sociales en empleo, es decir devolverle la dignidad del trabajo a quien en su momento lo ha perdido, de manera de reconstruir la cultura del trabajo. Eso significaría que, para algunos, quien no tiene trabajo o recibe un plan social sería indigno, o al menos indigno por un tiempo. Honestamente, creo que el trabajo formal es ordenador de la vida individual y comunitaria, y hay que defenderlo con uñas y dientes. Pero quien recibe un plan social es tan trabajador como cualquier otro y merece todo nuestro respeto. Por otro lado, creo que quien vive en situación de indigencia y de pobreza necesita encontrar cobijo en una sociedad que esté dispuesta, y le ayude, a resolver su situación.
Hay infinidad de maneras con las que se podría atacar de frente a la pobreza: para las personas mayores sin cobertura podría implementarse un plan de inclusión al mejor estilo de la era kirchnerista; para los desocupados, un régimen de desempleo amplio y que ayude a buscar un nuevo empleo y a optimizar la inserción en el mercado laboral; para las mujeres solas, con hijos y en estado de pobreza, la AUH si tiene hijos y un subsidio equivalente si no los tiene; para los discapacitados físicos y mentales, mejorar la prestación por discapacidad (cobran el 70% de la jubilación mínima), ya que va de suyo que tienen más gastos que quienes no son discapacitados; a los enfermos, la atención integral de la enfermedad. En fin, existen múltiples metodologías y claro que hay una que es abarcativa de todas ellas: el Ingreso Básico Universal (IBU), que va dirigido a todo aquel que lo necesita sin mediar otra causa que el ser ciudadano de una comunidad.
Es muy cierto que hay que esforzarse por transformar todos los medios alternativos de subsistencia en empleo, y si ese empleo es debidamente registrado mucho mejor. Pero ello sólo es posible con un Estado fuerte y presente, activo en combatir la pobreza. Se torna necesario recrear una epopeya para romper la resistencia de los poderosos. Algunos creen que los pobres son algo así como una persona que no sabe administrarse y por ello es necesario dirigir su vida, enseñarle a educar a sus hijos o enseñarle qué comer. Yo creo que esa sí es una forma de quitarle dignidad a quien es pobre, porque a quienes tienen carencias de recursos económicos lo único que le falta es dinero en el bolsillo, no necesitan caridad sino solidaridad y comprensión. Por ello, el camino es buscar las alternativas que le pongan dinero en el bolsillo. Es muy curioso que quienes pregonan su ideología liberal, respecto de la pobreza presentan sólo dos alternativas de solución: la primera es dejarlos librados a su suerte, y la otra dirigir sus vidas, lo cual resulta incompatible con la concepción de Estado moderno amparado por infinidad de normas internacionales que hablan de la dignidad del ser humano. Lo que una sociedad como la nuestra necesita es confianza en que quienes sufren la pobreza cuentan con la capacidad de administrarse, comprender que no están en situación de pobreza por voluntad propia sino que hay una sociedad que los empuja a esa situación, y lo único que necesitan en una sociedad capitalista como la nuestra es, simplemente, dinero. Como enseña Adela Cortina, la sociedad requiere acordar en su seno un piso de justicia debajo del cual nadie debería estar condenado a vivir, para luego, como seres libres, afrontar de su propio peculio todo aquello que considera bienestar y se encuentre por sobre ese piso mínimo de dignidad.
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