Alto riesgo

Las políticas seguritarias de Patricia Bullrich

 

En la última semana, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, puso en marcha el “Sistema Integral de Gestión para Personas Privadas de Libertad de Alto Riesgo en el Servicio Penitenciario Federal”, una medida que no solo refrita el “Programa de Gestión de Internos de Alto Riesgo” implementado durante la presidencia de Mauricio Macri, sino que vuelve sobre otra propuesta de la actual ministra, cuando era subsecretaria de Políticas Penitenciarias en el gobierno de la Alianza. En esa ocasión, había impulsado la creación de un régimen de máxima seguridad para el Módulo 3 del penal de Ezeiza, con disposiciones inhumanas y estrafalarias como, por ejemplo, alojamiento de más de 20 horas en celda propia, trajes naranjas para los internos, prohibición de usar relojes pulseras, etc.

 

 

La herencia del actuarialismo y el avance sobre la república

Por empezar, se trata de una medida que, haciéndose eco de un sentido común que no guarda proporción con lo que realmente sucede, incorpora la figura ambigua del “preso de alto riesgo” como medida para prevenir el delito y las violencias dentro de los establecimientos carcelarios. Digo “ambigua” porque cuando se revisan las categorías sociales que quedarán en el radar de este programa o sistema, nos damos cuenta de que el sayo puede calzarle a cualquier preso; que la población destinataria no solo son los actores principales de los mercados de drogas ilegalizadas, sino cualquier cachivache que se dedique a hacer estafas por teléfono desde la prisión, tenga un par de homicidios en su haber, o sea reincidente, o haya intentado alguna vez fugarse de un penal, o querido ingresar a la cárcel objetos prohibidos. 

El “preso de alto riesgo” es un eufemismo, una categoría agiornada a la doctrina actuarial que impuso el neoliberalismo décadas atrás. Un concepto que nos retrotrae al siglo XIX, que reintroduce la “peligrosidad”, un estatuto que, cuando cargaba el delito a la cuenta de las malformaciones físicas o a los defectos del carácter, estaba desacoplando el delito de las condiciones estructurales. Con el perfilamiento de los presos de “alto riesgo” se propone releer el delito haciendo hincapié en las trayectorias biográficas, desvinculándolo de su dimensión social, más allá incluso del papel que les cabe a las instituciones.

Una categoría, entonces, que no solo atrasa, sino que le agrega nuevas dificultades a las personas que están rindiendo cuentas ante la sociedad. El protocolo o guía propone un castigo extra sobre los presos, metiéndose de esa manera en un terreno que no le compete. En efecto, se trata de un castigo que ya no impone la Justicia sino el Poder Ejecutivo. En ese sentido, puede decirse que estamos ante otro avance sobre las facultades del Poder Judicial que acá, según el protocolo, solo será objeto de una mera consulta que resulta ser muy opaca. Es decir, al avanzar sobre el tratamiento penitenciario, el gobierno contradice y entra en conflicto con la Ley de Ejecución de la Pena, corriendo del medio a los jueces de garantía, pero también cuestionando la república que pretende proteger.

 

 

Carta blanca para la arbitrariedad y la recaudación ilegal

La categoría de “preso de alto riesgo” introduce nuevas facultades a las autoridades encargadas de su aplicación, esto es, le agrega más discrecionalidad a la administración penitenciaria. Como dice el refrán, “hecha la ley, hecha la trampa”; es decir, estamos frente a una categoría que le subirá el precio a los “favores” que gestionan los penitenciarios. La ingenuidad protocolar contradice la impostada dureza de la ministra. Por un lado, no implementa un protocolo con Blancanieves, sino con los penitenciarios que existen, que vienen trabajando desde hace años, que están llenos de mañas y artilugios. Las prácticas institucionales no se van a desandar de un día para el otro por más buenas intenciones que tengan los funcionarios de turno con la publicación de una guía o protocolo. No se puede ignorar que la cárcel es un gran mercado donde todo se compra y se vende. Se compran la falopa, los celulares, los televisores, los aires acondicionados, los remedios, pero también los traslados, los pabellones, las visitas, la presentación de oficios, etc.

Por otro lado, si la población principal destinataria de este protocolo, presuntamente, son los narcos que, supuestamente, están forrados en plata, lo más probable es que se convierta en otro instrumento de recaudación, una pieza jurídica que habilita que los penitenciarios puedan continuar enriqueciéndose ilícitamente.

 

 

Entre el espectáculo y la atemorización de Estado

El protocolo se inscribe en una coyuntura muy especial. Por un lado, coquetea o se hace eco de la gramática punitiva del Presidente Bukele, de El Salvador, que tanto rebote tuvo en las últimas elecciones en el país. Recordemos la consigna del Presidente Milei, “el que las hace las paga”, y recordemos también el spot publicitario donde se ve a la ex candidata de Cambiemos prometiendo terminar con el caos junto a una maqueta de un penal de máxima seguridad en una zona aislada, destino final para narcos, corruptos y asesinos. Bullrich prepara el terreno para que siga la función, para montar un nuevo espectáculo que esté a la altura de las “nuevas amenazas”.

Pero la Argentina no es El Salvador, ni Honduras, ni México, ni Ecuador o Venezuela, que tienen, dicho sea de paso, las cárceles más violentas de la región y donde la criminalidad compleja y sus organizaciones criminales tienen no solo otras características, sino otro desarrollo, otra inscripción social, otro despliegue territorial, y otras vinculaciones internacionales.

Además, sabemos que uno de los deportes favoritos de los funcionarios en este país consiste en transformar los conflictos sociales en litigios judiciales y, sobre todo, en casos policiales, una tarea de prestidigitación que se logrará llamando la atención sobre hechos sobre-representados, que no guardan proporción con lo que realmente sucede.

Dicho en otros términos: cuando los funcionarios no pueden hacer política con la economía porque no pueden bajar la inflación y las tarifas y el precio de los combustibles, que están licuando los salarios de los ciudadanos; si no pueden o no quieren hacer política con el trabajo porque intentan encarar una reforma que dejará a los trabajadores más desprotegidos; si no pueden ni quieren hacer política con la salud, la educación, la ciencia o la cultura porque serán agencias objeto de importantes recortes o ajustes, y tampoco pueden hacer política con los jubilados —puesto que traman una nueva reforma previsional—, entonces, a los funcionarios del gobierno de Milei les quedan muy pocos espacios para ganar la atención y mantener una imagen alta que retenga la confianza de los votantes que reclutaron en las últimas elecciones. Una de las vidrieras sobresalientes será, una vez más, la seguridad, y entonces tendremos al gobierno haciendo pantomimas, jugando con la desgracia ajena, manipulando el dolor de las víctimas, agitando los fantasmas que asedian a los ciudadanos y, de esa manera, proponiendo más delitos con más penas, más policías mejor armados y con patente de corso para disparar sin preguntar, más cárcel con castigos extras, para, de esa manera, desviar el centro de atención hacia estos monstruos que acechan la sociedad.

 

 

Chivos expiatorios

Una de esas víctimas sacrificiales, como ya se dijo, son los narcos. Los narcos se han convertido en uno de los vectores principales que ya estructuraban el discurso de mano dura del macrismo y, ahora, del gobierno de Milei. Se sabe que un Estado chico no es incompatible con un Estado fuerte, muy fuerte. Una vez más, el gobierno yerra en su caracterización y tratamiento. Se sabe también que un problema mal planteado es un problema sin solución.

Lo primero que hay que decir es que los “capos narcos” son una minoría en el sistema penitenciario federal, en verdad se trata de actores más chicos, rústicos y locales. No son miembros de organizaciones nacionales y, mucho menos, actores trasnacionales o con una articulación o integración en estructuras que operan a nivel global; la gran mayoría siguen siendo transas barriales muy menores si se los compara con los carteles u otras organizaciones de escala regional. El universo transa es muy complejo y variopinto, compuesto de actores muy diferentes que van desde una persona que transporta droga en el interior de su propio cuerpo hasta el empresario de una pyme con desarrollo territorial en la ciudad que tiene un centro de distribución, varios puntos de comercialización; o aquella persona que vende drogas en una esquina para compensar lo que no puede sacar vendiendo sexo, pasando por aquellos que le guardan la droga al transa para comprarse una heladera para su despensa o aquellos que venden para poder consumir.

Esta mirada desproporcionada y tremendista tiene lugar porque el gobierno intenta acoplarse a la vieja narrativa de la “lucha contra las drogas”, pero también porque las autoridades del Ministerio, a la hora de redactar el protocolo, hicieron cut and paste de un documento de Naciones Unidas elaborado para países que tienen realidades criminales muy distintas a las de la Argentina.

Dicho esto, hay que decir que la seguridad es un bien infinito, no tiene techo. Nunca alcanzarán las medidas que se tomen. En los países donde se adoptan continuamente medidas nuevas de máxima seguridad, no se ha logrado detener la expansión de las economías ilegales ni desalentar el crimen organizado; al contrario, este se volvió cada vez más complejo.

Entre paréntesis: hay que destacar que la guía, siguiendo las recomendaciones de Naciones Unidas, habla de “alojamientos unicelulares” adaptados a “estándares internacionales” y la verdad es que cuesta creer que los establecimientos del sistema penitenciario en el país cuenten con este tipo de infraestructura.

 

 

Patear la pelota

No vamos a negar que estos presos, por más rústicos o pequeños sean, no constituyan un problema, pero lo son por razones muy distintas a las que se alegan en los fundamentos que acompañan el protocolo.

Por empezar, hay que decir que los narcos locales actualmente son actores que han ganado cada vez más protagonismo, no solo en la cárcel, sino en los barrios plebeyos. Actores que fueron desplazando a los viejos ladrones, adultos y profesionales, tanto en los barrios, como en la prisión, donde se transmiten los códigos que van enhebrando a las generaciones. De allí que los viejos códigos de la criminalidad plebeya hayan perdido eficacia y ya no interpelen ni organicen los delitos callejeros y predatorios de los más jóvenes, no establezcan parámetros de violencia, no sirvan para ordenar el delito dentro y fuera del barrio. El pibe bardero hoy usa la violencia de manera desmesurada y ostentosa, la violencia agregada al delito que protagoniza ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentalidad, se usa la violencia de manera emotiva y expresiva, por puro divertimento o resentimiento.

Mientras tanto, al transa no le interesa si la plata con la que le van a comprar la merca la hicieron afanando afuera o dentro del barrio, robándole a un adulto o a una niña de 11 años. El mercado no pregunta. Al transa no le interesa la procedencia del dinero, sus acciones están hechas de otra moral que nada tiene que ver a la del viejo chorro.

La centralidad que fue adquiriendo el transa en el barrio corre a la par del declive de los viejos chorros. Hasta hace dos décadas y pico atrás, había uno o dos transas por barrio; hoy debe haber más de cuarenta o cincuenta. Una centralidad que luego se traslada a las cárceles. Veinte años atrás, el transa ocupaba uno de los últimos escalones de la jerarquía carcelaria. Sólo estaba por encima de los “violines”. Incluso los cachivaches tenían una mejor posición en el pabellón. Hoy existen pabellones enteros manejados por los transas que cumplen la función de “limpieza”. Estos actores suelen rodearse de pibes que llegaron ahí por delitos menores, con penas bajas. Pibes que ya no tienen que rendir cuentas ante ningún “preso pesado”. Es decir, los narcos, lejos de agregarle violencia a la cárcel, contribuyeron a plancharla. No existen más los “pabellones de peleadores”, ahora el pabellón lo maneja el transa. El transa no solo tiene plata para comprar el carnet de limpieza, sino para continuar sus negocios dentro y fuera de la cárcel. A cambio de gobernabilidad, el servicio les permite conducir el pabellón.

Pero lo que es más importante y quiero destacar ahora es que la cárcel se convirtió en un espacio de encuentro entre actores con distinta envergadura. En realidad, siempre lo fue, sólo que los encuentros son distintos porque la composición de la prisión fue transformándose en la última década.

Esto es algo que se ve muy bien en la provincia de Santa Fe, donde en las unidades están alojados narcos o transas que están ahí por homicidios reiterados con varias perpetuas encima, es decir, que van a estar privados de su libertad casi toda su vida, junto a personas que llegaron ahí por una pena “consensuada” en un juicio abreviado o en un proceso de flagrancia, que estarán solo dos o tres años y saldrán con un cartel revaluado. Estos pibes llegaron por giladas, por delitos menores, pero se van a ir no solo con un capital simbólico acumulado, sino con más capital social, más contactos, que les permitirá el día de mañana vincularse a las redes criminales que viven con fascinación y expectativa toda vez que no solo prometen el dinero que les permitirá asociar sus estilos de vida a las pautas de consumo que impone el mercado, sino, sobre todo, adquirir una reputación en el barrio, asociar su imagen a una cultura de la dureza que les permitirá hacer frente a distintos actores con los cuales mantienen picas o broncas.

Pero hay más: la violencia emotiva y expresiva puesta en juego en sus conflictos interpersonales y los delitos callejeros que practicaban al boleo, les permitió desarrollar habilidades y destrezas que van a ser referenciadas por estos pequeños empresarios (los narcos) como cualidades productivas. En efecto, la cárcel es un espacio que les permite a los transas o narcos fichar para sus emprendimientos estos recursos productivos, captar estas maestrías, para disputar luego las plazas de un mercado lleno de competencias o expandirse a otros rubros (por ejemplo, la venta de seguridad, el préstamo de dinero, etc.). Dicho de otra manera: la violencia emotiva y expresiva puede transformarse en violencia instrumental, esto es, convertirse en balaceras, amenazas extorsivas o sicariatos.

Entre paréntesis, y como señala Ramiro Gual, no es casual que uno de los primeros gestos de la ministra Bullrich haya sido reunirse con el gobernador de Santa Fe, Maximiliano Pullaro. No solo porque en la actualidad es una de las provincias con más presos, superando a Córdoba y Mendoza, sino porque en las cárceles de Santa Fe las bandas narcos calaron muy hondo, tuvieron mucha empatía en el resto de la población. Hay una intención de usar a Santa Fe como laboratorio o carne de cañón, por eso algunas de las propuestas que se van a implementar con el protocolo de Bullrich fueron anticipadas por el gobierno de Pullaro apenas asumió.

Acá está uno de los grandes problemas vacantes: tenemos un sistema penal que, lejos de resolver los conflictos, los agrava con sus performances exitosas, efectivas y eficaces. Y lo hace porque la Justicia, con sus “sentencias consensuadas” que llevan a prisión a contingentes enteros de pibes, le sube el precio al delito. Los jóvenes convirtieron la fatalidad en una expectativa, en la oportunidad de tener un cartel y patear en otras ligas. Tenemos una política criminal que mira las cosas por andariveles separados y, encima, juega con un tablero que no es el nuestro, con un mapa que no se adecua al territorio. Sobre esto el protocolo no dice nada, habla de una cárcel que no es la nuestra y sobre delitos que tampoco son los nuestros. Un gobierno que hará fulbito para la hinchada, pero también continuará pateando la pelota hacia la tribuna.

 

 

 

* Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro

 

 

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